ruman Capote los llamaba con sorna Johnny & Clyde. John era el primer nombre de J. Edgar Hoover, creador y director durante casi medio siglo del FBI, el hombre más temido en Estados Unidos, demoledor de reputaciones políticas, chantajista consumado, anticomunista delirante, mitómano irredento, homofóbico y racista, encumbrado pendenciero de la extrema derecha estadunidense. Clyde Tolson, su colaborador más cercano y compañero sentimental por varias décadas, parecía ser todo lo contrario: un hombre afable e inteligente, bien parecido y razonable; un complaciente amante fascinado por el poder y la sordidez de quien supo hacerse respetar, temer y odiar por ocho presidentes hasta su muerte, en 1972. J. Edgar, la cinta más reciente de Clint Eastwood, es el retrato fragmentado de este hombre político y también el relato de la peculiar historia de amor de una pareja masculina en tiempos de represión sexual y Guerra Fría.
Inútilmente se buscará en esta cinta una denuncia sostenida y bien documentada del clima de represión política que Hoover auspició al frente del FBI. No hay una sola mención, por ejemplo, a la cacería de brujas orquestada en los años 50 por el senador Joseph McCarthy, recomendado de J. Edgar, ni a la siniestra figura del su colaborador cercano, Roy Cohn, homosexual reprimido y represor (presentado en las cintas para la televisión Ciudadano Cohn, de Frank Pierson, 1992 y Ángeles en América, de Mike Nichols, 2003). Lo que interesa a Eastwood es mostrar el lado humano del personaje mezquino y sin escrúpulos que supo conquistar las más altas esferas del poder político, emulando, a su modo, el tipo de retrato oblicuo que Orson Welles hiciera del magnate Howard Hughes en El ciudadano Kane, millonario solitario, incapaz de procurarse amor, nostálgico crepuscular de una inocencia perdida. En un caso y otro, la biografía del personaje es también la radiografía crítica de una nación alejada de sus orígenes y principios más nobles, encaminada hoy a la decadencia moral. No sorprende que sea un veterano de la talla de Eastwood quien asuma el riesgo de una épica similar ni tampoco que haya elegido a Leonardo Di Caprio (quien encarnó a Howard Hughes en El aviador, Scorsese, 2004), como su estupendo protagonista.
La empresa presentaba muchos riesgos, y el director de Los puentes de Madison consigue superar los más delicados. El primero era caer en la facilidad de una nota roja disfrazada de denuncia política e incurrir en la caricatura satírica que presentaría a Hoover como homosexual patético, vestido de mujer en alguna orgía neoyorquina (como sugiere con ligereza el biógrafo Anthony Summers en Official & confidential: the secret life of J. Edgar Hoover), al tiempo que prohibía todo cargo en el FBI a negros y homosexuales y reservaba sólo puestos secretariales a las mujeres, nunca una mínima parcela de poder. Para lograr un retrato más ecuánime y controlado del personaje excesivo, Eastwood recurrió al guionista Dustin Lance Black (Milk, de Gus Van Sant, 2008) y reconocido activista gay. La relación de Hoover y Clyde Tolson reflejaría lo que era cualquier relación homosexual en aquellas épocas sombrías, una larga temporada compartida en el clóset de la disimulación y la mentira. También insinuaría los privilegios de ser gay y poderoso en esa misma época, ya que contrariamente a otros homosexuales, Hoover podía presentar a su pareja en los sitios más distinguidos. Lejos de temer censura pública alguna, eran ellos los máximos censores de la nación.
Lo que sí pudiera parecer una caricatura llevada al gran guiñol es la relación edípica de Hoover con su madre (una Judi Dench implacable), gran castradora emocional que no vacila en aterrar al perseguidor nacional con una frase lapidaria (Preferiría tener un hijo muerto a tener un hijo maricón
). Pero esto ilustra de algún modo las contradicciones del personaje. Hoover, quien dolosamente intentó exponer la intimidad de los demás para su beneficio propio –los deslices eróticos de John F. Kennedy y Martin Luther King, así como el pretendido lesbianismo de Eleanor Roosevelt– era a final de cuentas un personaje acobardado y vulnerable que dictaba a sus asistentes sus memorias íntimas en las que acrecentaba sus logros, inventando muchos de ellos (la captura del secuestrador y asesino del hijo de Charles Lindbergh y el arresto de John Dillinger, gran enemigo público).
La tentación de satirizar y enlodar todavía más la figura de este pequeño gran hombre era enorme, y para cualquier otro cineasta, irresistible. Clint Eastwood ha preferido correr el riesgo de humanizarlo y mostrar que sus mezquindades apenas difieren de las de cualquier otro hombre político rapaz en la actualidad (un George W. Bush, por ejemplo, deseoso de controlar con leyes especiales a toda una ciudadanía). Esta lucidez y elegancia, aunadas a una ya probada generosidad moral, hace de J. Edgar un trabajo de calidad y calidez inestimables.