Lo caracterizaban el brillo de sus ojos y su gran sentido del humor
Ese combate significó el fin de su carrera, señaló José Sulaimán
Miércoles 18 de enero de 2012, p. a15
El brillo de los ojos de Muhammad Alí revelaba inteligencia y picardía. Un gran sentido del humor se proyectaba en su mirada; las bromas del peleador aparecían en momentos inesperados y ante personajes insospechados.
En una visita a La Habana se entrevistó con Fidel Castro; luego de simular que asestaba un jab a la mandíbula del líder cubano, lo asombró con un truco en el que desaparecía un pañuelo dentro de un dedo de goma.
Conoció a Cantinflas y ambos juguetearon como si estuvieran a punto de liarse a puños en una conferencia realizada en la ciudad de México.
Ese brillo desapareció tras la pelea que sostuvo ante Larry Holmes. La penúltima que dio cuando su carrera estaba en declive y había dado signos claros de que era momento del retiro. El combate ocurrió el 2 de octubre de 1980, cuando tenía 38 años.
Los ojos de Muhammad Alí no volvieron a mirar como antes, dijo José Sulaimán, presidente del Consejo Mundial de Boxeo (CMB), en el día en el que se celebraron los 70 años del peleador que se convirtió en icono de una época. Por esa razón el organismo a su cargo tiene planeado hacer una función homenaje para recaudar fondos destinados al museo Alí, en Louisville, Kentucky.
En aquella contienda con Holmes había un entorno de muchos intereses en juego –recordó Sulaimán– que se privilegiaron sobre la pertinencia de enfrentar a Alí, quien venía de una pausa de dos años.
El CMB –continuó– se opuso a que se realizara aquel combate, pero fue imposible acercarse al ambiente cerrado que rodeaba al peleador.
Exigimos que los exámenes médicos se los hiciera en un hospital de primera. Se los hicieron en la clínica Mayo y el reporte fue de una persona normal, no de un boxeador de la edad que entonces tenía Alí
, señaló el titular del CMB.
Aquello fue un cruel preámbulo de la caída del ídolo estadunidense, quien perdió en 10 asaltos ante Holmes. Ese combate –consideró Sulaimán– significó el fin de su carrera.
Y aún así se lo llevaron a pelear a Bahamas contra Trevor Berbick
, exclamó sobre la última contienda, en la que también fue derrotado por decisión unánime, en 10 episodios.
Muhammad Alí, el más grande peleador de la historia, cometió el mismo error de cualquier boxeador sin alcurnia: no supo retirarse a tiempo. Estaba en grave riesgo de sufrir una lesión cerebral si no dejaba el cuadrilátero, como consigna David Remnick en la biografía que escribió sobre el ídolo.
Para mí, no debió permitirse la pelea contra Larry Holmes, porque después de esa perdió el brillo de la mirada
, remató Sulaimán.
Años antes ese Alí había advertido que nunca se arriesgaría a repetir ese final lastimero que se repetía en toda una tipología de héroes caídos en desgracia, porque aseguraba que tenía sentido común. No, voy a dejarlo cuando tenga recuerdos para abandonar el boxeo a tiempo
, dijo en sus años de esplendor, cuando no sólo alardeaba de ser el mejor sobre el cuadrilátero sino además presumía de ser el más guapo.
No me retiraré del boxeo con cicatrices, con las orejas como un par de coliflores, con la nariz aplastada; saldré intacto en lo físico, como estoy ahora
, agregaba en aquel entonces.
Alí confiaba que su estilo de boxeo, en el que pese a ser un peso completo se movía con gracia y velocidad, poco común en la división, le permitirían salir intacto de ese deporte.
Sin embargo, tras el exilio de tres años y medio por el proceso legal en su contra, por negarse a enlistarse en el ejército estaduinidense para pelear en Vietman, regresó distinto. El Alí que volvió a disputar el campeonato del que había sido despojado ya no volaba como mariposa ni picaba como abeja. Era lento y recibía mucho castigo.
Años después quedó reducido por el mal de Parkinson, casi incapaz de hablar, encerrado en ese enorme cuerpo tan rígido como una prisión de piedra.
No hay seguridad de que el boxeo haya sido la causa, pero muchos doctores creen que sí tuvo algo que ver en su problema
, concluyó Sulaimán.
La noche de la inaguración de los Juegos Olímpicos de Atlanta 1996, unos 3 mil millones de personas vieron al ídolo encender la llama del pebetero, tembloroso. Esa noche no pudo dormir, permaneció rígido en un sillón mientras veía la antorcha. Fue como si hubiera ganado un nuevo campeonato.