uiso el azaroso designio de la distribución en México que la primera película de la cineasta escocesa Lynne Ramsay en estrenarse comercialmente aquí fuera su tercer largometraje, varios años después de las notables Ratcatcher (1999) y Morvern Callar (2002), conocidas aquí sólo en video. En Tenemos que hablar de Kevin se repiten algunas de sus virtudes, como un privilegiado sentido visual y una particular sensibilidad para retratar la sique femenina. Pero también asoma algo nuevo, una cierta truculencia.
La película tiene por protagonista a Eva Khatchadourian (Tilda Swinton) quien, nos enteramos en una narración fragmentada en diversos tiempos, se ha vuelto una especie de paria social desde que su hijo adolescente, el tal Kevin (Ezra Summer) ha provocado una masacre en su prepa. Resulta también que el primogénito ha arruinado desde su nacimiento la vida de su madre, quien ha hecho a un lado sus ambiciones personales como escritora para criarlo.
El niño (Rocky Duer) es una pesadilla desde chiquito, con problemas que no parten del autismo, según parece, sino de una rebelión innata. De alguna manera, ha estado respondiendo así al obvio rechazo materno. Por supuesto, el mal comportamiento de Kevin sólo se manifiesta en presencia de su madre; delante de su padre, un fodongo bonachón (John C. Reilly), el niño oculta su malicia disfrazándola de normal travesura. El nacimiento de una angelical hermanita (Ashley Gerasimovich), por la cual Eva muestra una marcada preferencia, sólo será el detonante de otros actos salvajes.
Aunque Ramsay abunda en el impresionismo de sus primeros esfuerzos, eludiendo así las implicaciones sicológicas, la sutileza está ausente de sus golpes de estilo. Por ejemplo, la película inicia con la impactante secuencia de Eva gozando la sensual anarquía de una Tomatina valenciana. Es demasiado evidente que esa orgía de color rojo y materia orgánica es el anticipo profético de atroces hechos de sangre. Asimismo, el rojo será una constante en el diseño cromático de la directora, como recordatorio de la violencia latente.
Es clara la intención de narrar el tremendo relato desde una distancia que impida la cercanía a los personajes. A ese efecto alienante se suma la presencia fuera de lo común de Swinton (quien sugiere con frecuencia una procedencia extraterrestre). Si bien es una actriz proteica, en este caso parece ajena al entorno en que transcurren las acciones (además, ¿en qué universo paralelo podría concebirse la unión de Swinton con Reilly?)
Curiosamente, Tenemos que hablar de Kevin funciona más como perturbador ejercicio de horror cotidiano y no como drama sobre el potencial autodestructivo de la maternidad. Quizá no era el género calculado por Ramsey. Sin embargo, Kevin en sus diversas edades –y sobre todo como un adolescente de una congelada expresión de desprecio– es una figura amenazadora. Tan omnisciente y ubicuo como esos niños de orígenes satánicos; o, al menos, tan maligno como la odiosa niña de La mala semilla (Mervyn LeRoy, 1956).
Tenemos que hablar de Kevin invita a la discusión y el debate, sin duda. No tanto entre cinéfilos, sino entre las parejas que estén a punto de comprometerse a tener hijos.
Tenemos que hablar de Kevin
(We Need to Talk About Kevin)
D: Lynne Ramsay/ G: Lynn Ramsey, Rory Stewart Kinnear, basado en la novela de Lionel Shriver/ F. en C: Seamus McGarvey/ M: Jonny Greenwood/ Ed: Joe Bini/ Con: Tilda Swinton, John C. Reilly, Ezra Miller, Jasper Newell, Rocky Duer/ P: Footprint Investment Fund, Piccadilly Pictures, LipSync Productions, Independent, Artina Films, Rockinhorse Films. G. Bretaña-EU, 2011.
Twitter: @walyder