a fiebre de austeridad que se ha apoderado de Europa amenaza con llevar al viejo continente a un hoyo de recesión que no hará sino ahondar la crisis de la deuda y agravar el drama social que aqueja, aunque desigualmente, a toda la unión. Habrá tiempo, pero no mucha calma, para entender el porqué de este peso enorme que la ideología del tendero
ha alcanzado sobre las ideas y las prácticas de los estados europeos, así como sobre muchos de los círculos de la sociedad donde se gesta el lenguaje de la política y de la cultura, o se deciden los usos del excedente y la riqueza acumulada.
La perspectiva de una larga temporada de letargo económico y aun de estancamiento no sólo es cultivada por quienes ven en la crisis el prólogo del derrumbe del capitalismo. Una y otra vez, desde la OCDE, el Banco Mundial e incluso el FMI, recientemente la ONU, se advierte sobre esta posibilidad y se recomienda prudencia, pero no sobre el gasto, sino sobre la intensidad y magnitud de los recortes.
La política queda marcada por las dislocaciones sociales propiciadas por la crisis, frente a las cuales se emiten las más estrafalarias consejas sobre la jibarización
del Estado y la emasculación de la protección social para adelgazar
el Estado de bienestar, que ha resultado el villano para todas las estaciones. Consecuentemente, se insiste en las virtudes de la autoridad y su eficacia por encima de la libertad y el pluralismo, condiciones insustituibles de la democracia.
Así, el malestar en la democracia puede saltar en cualquier momento a ser un malestar con la democracia, como lo advirtiera hace tiempo el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) en su estudio sobre la democracia y el desarrollo en América Latina. La vieja y sabia Europa se tropicaliza, mientras la otrora pujante América se debate entre la derechización salvaje y el cálculo pusilánime de sus elites democráticas.
Exagerar el peso de la deuda es deporte preferido de los rentistas y especuladores que viven de ella, del mismo modo en que quienes proponen la austeridad son precisamente los que por su riqueza no tienen de qué preocuparse. Salvo en el caso de una hecatombe que llevara a los gobiernos, de todo signo, a incurrir en una moratoria o en una renegociación de las deudas públicas, concentradas en los bancos privados o en las manos de la minoría ociosa
que ha producido el nuevo capitalismo financiero.
Con desparpajo, en Estados Unidos se habla de una guerra de clases, y crece el número de los que ven en la desigualdad el eje del descontento con la economía y la política que condensaran los ocupantes de Wall Street hace unos meses. Pero tal vez vaya a ser de nuevo en Europa donde vaya a desplegarse una versión mayor y peligrosa de esta contienda distributiva.
Contrariamente a como se vive la crisis en nuestro país, donde priva una aberrante cultura de los satisfechos
, en el hemisferio avanzado y rico del planeta se le ve como un horizonte ominoso, en cuyos extremos se avizoran cambios regresivos enormes. Caídas irrecuperables en el ingreso y la riqueza de los hogares medios y bajos, endeudamientos impagables de los graduados universitarios, recortes injustificables a los servicios que antaño se concebían para todos y por todos
, encogimiento de los reflejos fundamentales de las economías y las sociedades para crecer con equidad, en fin, abatimiento de los valores modernos de la solidaridad y de la libertad, son todos estos vectores que llevan a muchos a pensar que esta crisis es acarreada, de nuevo, por jinetes apocalípticos que tienen como enemigo común a la democracia, erigida como forma civilizatoria en los años que siguieron a la catástrofe humana que fue la Segunda Guerra.
Pensar a la democracia en peligro era tarea incómoda hasta hace poco, cuando se vivían los efectos y las supuestas maravillas del boom globalizador. Hoy es obligado hacerlo, porque en sus mil y una circunvoluciones el capitalismo nos obliga a preguntarnos si no hay una profunda disonancia entre sus criterios fundamentales de competencia y maximización y los valores y promesas de una libertad basada en la cohesión social y la garantía de derechos fundamentales.
Como escribiera Bobbio: Es preciso reconocer, sinceramente, que hasta ahora no se ha visto en el escenario de la historia otra democracia que no sea la conjugada con la sociedad de mercado. Pero comenzamos a darnos cuenta de que el abrazo del sistema político democrático con el sistema económico capitalista es, al mismo tiempo, vital y mortal; o mejor dicho, es mortal además de vital
.
Lo que está en juego es, sin duda, la democracia. Pero también el capitalismo, cuya reforma a fondo se ha vuelto crucial porque como está no puede ser sino letal.