uego de discutir por más de seis horas la compra, por parte de Televisa, de 50 por ciento de las acciones de la telefónica Iusacell –propiedad de Grupo Salinas–, la Comisión Federal de Competencia (CFC) informó que sus integrantes habían llegado a un dictamen sobre la legalidad de la operación, pero que haría público el fallo una vez que se cumpla con requisito de notificar a las empresas implicadas, lo cual se llevará a cabo en cuanto concluya el engrose de la decisión, a más tardar el 7 de febrero
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La postura de la CFC se sustenta en tecnicismos legales tan falaces como que “por mandato del último párrafo del artículo 31 bis de la Ley Federal de Competencia (…) la comisión y todos sus funcionarios están imposibilitados para pronunciarse públicamente sobre el expediente hasta que la resolución del pleno se notifique a los agentes económicos involucrados”, como si dicho fallo no involucrara también a la nación en su conjunto –en tanto propietaria del espectro de frecuencias radioeléctricas en que se desarrollan las telecomunicaciones–, y como si para desahogar el trámite referido –una simple notificación– se requiriera, con los recursos tecnológicos y logísticos de la actualidad, un plazo de 14 días.
El compás de espera abierto por el órgano regulador contamina aún más una discusión de suyo marcada por la polémica, la opacidad y las suspicacias en torno a presumibles presiones y tráfico de intereses entre empresas privadas y autoridades gubernamentales. Es importante recordar que lo que está en juego no es la posibilidad de generar mayor competencia en el ámbito de la telefonía móvil, como han insistido los defensores de la referida operación, sino una fusión encubierta entre dos empresas de telecomunicaciones –Televisa y Tv Azteca– que formalmente compiten entre sí, pero que, en los hechos, comparten un control oligárquico casi pleno sobre las telecomunicaciones en sus distintas configuraciones tecnológicas, y obstaculizan sistemáticamente la entrada de nuevos competidores a ese sector.
La apabullante concentración de recursos comunicacionales entre las televisoras del Ajusco y de Chapultepec –que en conjunto detentan 94 por ciento de las concesiones televisivas del país– constituye un obstáculo fundamental para el desarrollo económico, en la medida en que imposibilita la libre competencia en ese estratégico sector, pero también para el desenvolvimiento democrático, pues dificulta el acceso de la sociedad a los medios de comunicación; suprime, en éstos, la pluralidad de voces y de opiniones, y dota al duopolio televisivo de una proyección política indebida y de una capacidad de chantaje y de presión a todas luces anómalas. Así pues, la eventual aprobación de la referida transacción accionaria agravaría el desequilibrio existente en las telecomunicaciones e implicaría dar un paso decisivo hacia una virtual dictadura empresarial en ese ámbito.
En tales circunstancias, la pretensión de la CFC de esperar dos semanas para completar un trámite que no debería tomar más que unos minutos, resulta tan inverosímil como inaceptable: incluso en un entorno de normalidad institucional plena y en un intachable estado de derecho, semejante decisión sería vista como una muestra de torpeza burocrática, o bien de arrogancia y desprecio tecnocráticos hacia la opinión pública y la sociedad. En el México de nuestros días, habida cuenta del historial de gobiernos y autoridades reguladoras sometidas a los intereses comerciales de las compañías televisoras, el comportamiento de la CFC hace inevitable sospechar que ese organismo busca abrir un margen de maniobra para realizar negociaciones inconfesables en beneficio de los intereses de los particulares involucrados y en perjuicio del país, su población, sus instituciones y su propiedad pública.