ardíamente, por varias razones que no vienen al caso comentar, pude ver Civilización de Luis Enrique Gutiérrez Ortiz Monasterio, muy conocido como LEGOM por sus iniciales, el niño terrible de su generación que a través de un lenguaje soez deja entrever muchos de los males en nuestro país. En el caso de la obra que comentamos, Premio Nacional de Dramaturgia Manuel Herrera 2006, el lenguaje grosero se ajusta perfectamente a las características de los dos personajes principales y a la confianza que se tienen por razones de parentesco.
En efecto, la grotesca trama se va desenvolviendo a la par de los enfrentamientos entre el empresario y su primo, el presidente municipal, ambos de alguna de esas bellísimas y sonrosadas ciudades del centro del país. Con el absurdo capricho del empresario que consiste en construir en el centro de la ciudad de cantera rosa un edificio de cristal de 20 pisos y las discusiones –que no emiten las posibilidades de cochupo para que el primo alcalde envíe al cabildo el proyecto–, se van dando paso las muy cínicas manifestaciones de lo que en muchos lugares del país significa edificar mediante transas, o incluso de manera recta y honorable. Todas estas discusiones se dan de manera muy cómica, incluso con un gran sesgo de farsa que hace reír al público, sobre todo cuando éste descubre momentos muy reales y no es de extrañar que en la función a la que asistí estuvieran arquitectos y estudiantes de arquitectura.
Iniciativas delirantes como la de que se utilice un vidrio que imite la cantera son emitidos por el empresario para armonizar con el entorno. Absurdos como que en los planos del edificio propuesto no existan las ventanas, que hacen necesaria la presencia de un ingeniero reconocido por su rectitud para que firme y enmiende el proyecto. El presidente municipal duda pero acepta las posibilidades de sobornos y lo mismo pasa con el ingeniero, aunque sus dudas son mayores y más largas. Todo un amasijo de corrupciones, cuyo final no revelaré –por principio deontológico profesional– concurren en estas discusiones que el alcalde emprende festivamente con diferentes bebidas, mientras el empresario no puede beber la enfermedad que se le adivina y según la cual no puede caminar. Texto y escenificación se dan muy ceñidos, quizás porque el dramaturgo y el director Alberto Lomnitz tengan cercanía gracias a su pertenencia a la Universidad Veracruzana.
Esto se puede observar en la manera en que el director enfrenta el racismo del empresario hacia el empleado indígena –al que llama por diferentes nombres de deidades precortesianas sin recordar el suyo verdadero– haciéndolo un sutil observador, capaz de tener siempre preparada la copita de tequila ante cada exabrupto de su patrón y quien inicia la escenificación prosternándose ante una escultura de Mictlantecuhti –debida a Héctor Pérez de Paso de Gato– colocado en un área de la propiedad del empresario. El posible próximo derrumbe de las ilusiones del viejo es escenificado metafóricamente por las muy seguidas goteras de su casa que tienen que ser recogidas en variados trastes en el suelo por el indígena vestido como mayordomo burgués con delantal a rayas, lo que es otro sugerente chiste del autor y del director de escena. Casi todo el peso de la escenificación recae en los dos actores principales. Héctor Bonilla, pleno de maliciosa gracia, actúa a un empresario no muy inteligente, pero tenaz en sus propósitos, al que dota de una muy verosímil enfermedad de las piernas. Igualmente gracioso en sus cambios de matiz, desde la exasperación hasta el contubernio, Juan Carlos Vives hace muy buen contraste con el veterano actor. Igualmente bien, en roles menores, Mauricio Isaac y Salvador Velázquez. Los diseños de escenografía son de Edyta Rsewska, de vestuario son de Estela Fagoaga, de iluminación son de Patricia Gutiérrez, de maquillaje son de Carlos Guízar y de escenofonía de Taniel Morales en este texto y este montaje que reivindican, gracias a la Dirección de Teatro de la UNAM encabezada por Enrique Singer, la vigencia del teatro político.