Opinión
Ver día anteriorSábado 28 de enero de 2012Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Los silencios de Angelopoulos
Y

a tarde en la noche, un pelotón de soldados griegos entra a una plaza desde una calle lateral. Forman filas en la plaza. Al exhorto de un tieso y gruñón oficial, marchan por la plaza cantando un himno en el que alaban el patriotismo, reniegan del comunismo, y ponen como ejemplo de lo mejor del carácter griego a Leónidas y sus 300. Con la última estrofa de su himno, se pierden por el otro lado de la plaza. En la secuencia inmediata, en fluida continuidad rítmica y armónica, un grupo representativo de las fuerzas vivas de Grecia (militares, burgueses, burócratas) deambula por un salón bebiendo y cantando su propia versión del himno de los soldados. Se trata ahora de un panegírico al orden y a las instituciones, que tiene un estribillo sin desperdicio alguno: Familia, patria, dinero y religión, son nuestros pilares inmutables. Las fuerzas vivas, copas de licor en mano, salen al jardín para seguir cantando sus loas al sistema. De pronto, desconcertados, se interrumpen y van callando uno a uno. Han sido sorprendidos por el lejano y lánguido sonido de una armónica. Buscan la fuente de esa música y descubren que por el cercano río, bogando lentamente en canoas adornadas con banderas rojas, el pueblo (figurativa y literalmente) canta una triste, nostálgica y poética canción de amor. Las fuerzas vivas de Grecia observan y escuchan desde el muelle con estupefacción y escepticismo. El pueblo que canta se pierde por el río.

Este es sólo uno de los innumerables (y ciertamente memorables) momentos en que las ideas y las acciones del cine de Theo Angelopoulos (1935-2012) están sólidamente sustentadas en un discurso musical. La acción arriba descrita pertenece a su película Los cazadores (I kinighi, 1970) que es, como prácticamente todo su cine, una compleja declaración política e ideológica sobre aspectos diversos de la historia de Grecia. En estos tiempos en los que el cine predominante es el cine-chatarra que permite la fama, glorificación y fortuna de infra-películas como Rápido y furioso o Transformers, que entre otras características fundamentales poseen una infame componente de ruido, ruido y más ruido, el cine de Angelopoulos destaca aún más por su parsimonia, por su ritmo contemplativo, por sus evocadoras imágenes, por sus largos planos-secuencia y, de manera particular por una delicada y a la vez muy expresiva propuesta sonora en la que la música y el silencio juegan papeles de importancia equiparable.

Así como hoy abunda en las pantallas un cine análogo a la comida-basura, el cine de Angelopoulos se yergue como una antítesis indispensable a las tendencias histéricas del cine contemporáneo de mucha acción y nulas ideas: en contra del fast food fílmico cotidiano, Angelopoulos propuso el slow film, un entrañable estilo visual y sonoro que invita constantemente al espectador a la reflexión tanto sensorial como intelectual. Pareciera que Angelopoulos nunca tuvo prisa, y ese es uno de los méritos principales de su evocativo cine. Desde las primeras películas de su indispensable filmografía, Angelopoulos hizo de la música un elemento narrativo fundamental en su discurso; es prácticamente imposible hablar de música de fondo en su cine, porque el elemento musical está siempre en primer plano, involucrado íntimamente con la narración visual y conceptual. Y a la par de la música, un intuitivo y formidable manejo del silencio, de los silencios como elemento consustancial a la narración. Esta particular estética de la música y el silencio en el cine de Angelopoulos se potenció notablemente a partir de su primera colaboración, en el filme Viaje a Citera (Taxidi sta Kythira, 1984) con la espléndida compositora Eleni Karaindrou, creadora de una especie de quiet music, una música silenciosa que es el complemento perfecto del estilo visual y narrativo de Angelopoulos. La culminación de esa estrecha complicidad está en El prado en llanto (To livadi pou dakryzei, 2004), otro gran panorama histórico en el que la música es en sí misma el centro alrededor del cual se articula el filme.

Con la reciente y absurda muerte de Angelopoulos, el cine de nuestro tiempo ha perdido a uno de sus más elocuentes poetas, a uno de sus más humanistas pensadores, a uno de sus más consistentes estilistas, a uno de sus más silenciosos comunicadores, a uno de sus más musicales narradores. A un verdadero artista del silencio. Yia sou, Theo. Yia sou.