l capitalismo ha atravesado otras crisis de legitimidad antes, pero ésta no tiene precedentes. Las causas son complejas, pero el resultado es simple: la desigualdad es enorme y va en aumento. Hoy en día, 61 millones de personas poseen una riqueza equivalente a lo que logran reunir 3 mil 500 millones de personas.
Las perspectivas macroeconómicas siguen deteriorándose. De acuerdo con el informe Tendencias Mundiales del Empleo 2012 de la OIT, uno de cada tres trabajadores –unos mil 100 millones de personas– está desempleado o vive en la pobreza. Al ritmo actual, serán necesarios 88 años para erradicar la pobreza extrema. A lo largo de la próxima década, necesitamos crear 600 millones de empleos: 200 millones para los desempleados de hoy y otros 400 para aquellos que entrarán en el mercado laboral.
Dada esta situación, no sorprende que el informe Riesgos Globales 2012 del Foro Económico Mundial (FEM) señalara la grave disparidad de ingresos y el alto desempleo, en particular entre los jóvenes, como los riesgos más probables de los próximos años a nivel mundial. En demasiados lugares la confianza de la gente en el futuro se está desvaneciendo.
Es evidente que esto no puede continuar. No podemos limitarnos a hacer pequeños ajustes. La recuperación después de la crisis 2008/9 fue efímera porque prevaleció la ‘solución de urgencia’. Sólo un nuevo paradigma logrará cambiar el rumbo: crear lazos entre la gente, la economía y la sociedad.
Creo que es urgente desarrollar un modelo más efectivo para lograr un crecimiento fuerte, sostenible y equilibrado que beneficie a las personas.
Primero debemos reconsiderar cómo medimos el crecimiento, más allá de los cambios porcentuales en el PIB o del promedio del ingreso per cápita. El indicador del progreso debe medir las mejoras tangibles en las vidas de las personas.
Segundo, el pleno empleo, junto a la reducción de la inflación y la estabilidad financiera, debe ser un objetivo macroeconómico prioritario y un objetivo de la política de los bancos centrales, como en Estados Unidos y Argentina. Los países que invirtieron en creación de empleo (y en protección social) como una salida a la crisis de 2008 tuv
Tercero, el sistema financiero debe estar al servicio de la economía productiva, no al revés. La distorsión de este concepto fundamental está en el corazón de la crisis actual. Sin embargo, los mercados están llevando la batuta de nuevo. Las operaciones arriesgadas e improductivas deben ser menos rentables para las instituciones financieras, y los contribuyentes no deberían absorber las pérdidas.
Cuarto, necesitamos fortalecer el marco para las inversiones productivas, incluso a través de una estrategia de crecimiento basada en los ingresos. Esto permitiría estimular la demanda mediante el consumo, y acumular ahorro para incentivar un crecimiento futuro, en vez de recurrir al endeudamiento.
Quinto, necesitamos protección social para los más vulnerables. En Brasil, la desigualdad de ingreso, medida según el coeficiente de Gini, está disminuyendo considerablemente gracias al mecanismo de transferencias monetarias condicionadas que proporciona apoyo a las familias pobres. Potenciar el empleo reduce la pobreza.
Sexto, tenemos que crear instituciones sólidas para facilitar la creación de nuevas empresas, incluso a través de asociaciones a largo plazo entre los bancos y las empresas. La promoción de trabajo decente y de los derechos laborales es parte del proceso.
En fin, necesitamos mayor coherencia entre políticas económicas y sociales para vincular las aspiraciones de justicia social de las personas con la gestión de una economía global sostenible. Pero los gobiernos no pueden cumplirla por sí solos. Necesitamos lo que la OIT denomina diálogo social.
Las empresas tienen un papel vital que desempeñar para que este cambio mundial sea posible. La mayor prioridad debe ser conferida a las pequeñas y medianas empresas, que son el motor del crecimiento.
Sobre todas las cosas, necesitamos ideas creativas e innovadoras para –finalmente– abordar de manera seria la dimensión social de la globalización.
*Juan Somavia es el director general de la Organización Internacional del Trabajo