legó para Felipe Calderón el momento de entregar la mercancía. No puede ya seguir poniendo pretextos.
Cifras oficiales indican que casi una tercera parte del territorio nacional se ha entregado en concesiones a 50 años a diversas corporaciones privadas, en su mayoría trasnacionales, para que exploten recursos mineros. Otras porciones del territorio se han estado vendiendo con diversas fórmulas. También se han otorgado concesiones o contratos en relación con el espacio aéreo y el subsuelo marino, además de poner a la venta las propiedades del Estado. No han podido cristalizar los esfuerzos de vender Pemex, pero se avanza sólidamente en su liquidación y venta parcial, con diversos arreglos. La propuesta actual de abrir
a la inversión foránea las telecomunicaciones es sólo un paso más en esa dirección, que acaso incluye ya a los Pinos, donde sólo seguiría siendo nuestro el edificio.
Ante ese remate de cosas, voluntades y condiciones, que incluye la guerra de Calderón, es preciso preguntarse seriamente por el país que teníamos para averiguar qué queda de él y poder actuar en consecuencia.
No hay en estos párrafos la hipérbole que nos atribuyó la Suprema Corte cuando falló contra La Jornada. Infortunadamente, sus términos describen con realismo el estado de cosas que padecemos.
En su fase actual, el proceso empezó en los ochenta. Ante acciones como el no al ingreso al GATT y la nacionalización de la banca, a cargo de quien se llamaba a sí mismo el último presidente de la Revolución
, Miguel de la Madrid empezó por instrucciones externas el desmantelamiento sistemático del sector público. Carlos Salinas fue el más entusiasta promotor de una política que escondió bajo la etiqueta de liberalismo social
y le hizo candidato a dirigir la Organización Mundial de Comercio. Su reforma del 27 constitucional no tuvo por objetivo principal entregar al agronegocio la tierra de ejidos y comunidades agrarias, porque éste opera con el esquema de agricultura por contrato y se interesa cada vez menos en la compra de tierras. Se buscaba más bien atacar frontalmente una barrera jurídica e institucional que hasta los años noventa había frenado la expansión del capital nacional o extranjero en ciertas áreas de nuestra realidad. Manuel Camacho trataba de justificar esa política de su jefe con argumentos técnicos que sólo revelaban una extraña convicción dominante desde entonces en los círculos del poder, según la cual México no tenía más remedio que engancharse a la locomotora estadunidense, aunque fuese como cabús, lo que exigía desmantelar las protecciones creadas por la Revolución y consolidadas en los años treinta. Salinas pavimentó así el camino que transitaron con energía Zedillo y Fox. A Calderón le tocó ya poco que vender y por eso ha tenido que comprometer mucho más que los bienes del país.
Hasta ahora, empero, Calderón se ha visto obligado a posponer la entrega de muchos territorios concesionados por la fiera resistencia de sus ocupantes, principalmente los pueblos indios. En todo el país han estallado conflictos serios cada vez que las compañías concesionadas, respaldadas por las autoridades, intentan ejercer los derechos que compraron. Esas movilizaciones, articuladas en coaliciones de resistencia, se suman continuamente a las de quienes se oponen a inversiones públicas insensatas, que a menudo no tienen más propósito que facilitar negocios privados.
Es sorprendente, en estas circunstancias, que la mayoría de los mexicanos sigan siendo espectadores más o menos pasivos de este proceso destructivo. Sabemos que tiene base social: cierto número de mexicanos consideran que en las condiciones actuales del mundo tal evolución no sólo es inevitable sino necesaria y conveniente para el país, que así materializaría viejos sueños de modernización. Celebran la venta de empresas y la liquidación de sindicatos, como el de electricistas, por la corrupción e ineficiencia características de la burocracia y por otras razones. Pero se trata de una minoría. La mayoría resiente lo que ocurre, por sentimientos patrióticos o porque afecta directamente sus condiciones de vida. Pero hace poco para evitarlo.
La apatía y la desinformación explican en parte esa parálisis. La explican también viejas inercias de partidos, sindicatos y otras organizaciones gremiales. ¿Cómo entender, por ejemplo, que la gran movilización del 31 de enero esconda bajo un discurso retóricamente radical la modesta exigencia de crear una mesa de trabajo y la amenaza de no votar por los autores del desastre? Con el país en llamas, mientras el hambre cunde y muchos jóvenes no tienen más opción de supervivencia que delinquir, ¿sólo queda pedir audiencia a los que están y buscarles sustituto? ¿Será que tan bajo hemos caído? ¿Que se agotó toda imaginación de cambio?