no de los grandes méritos de los fes-tivales de cine es poder brindar a las películas de bajo presupuesto –a las empresas temerarias que carecen de apoyos oficiales importantes y sobre todo de una distribución adecuada– la posibilidad de gozar brevemente de cierta visibilidad y reconocimiento. Muchos de los directores que este año participaron en el Festival Internacional de Cine de Guadalajara saben muy bien que una vez terminada la fiesta y los 15 minutos de fama de la alfombra roja y las conferencias de prensa, lo que seguirá para sus cintas es una suerte azarosa en los canales de distribución y exhibición copados por producciones globales y por las rutinas locales que aprovechan las fórmulas de un entretenimiento rentable.
Por ello, una vez concluidas las ediciones de los festivales de Guadalajara, Morelia, Guanajuato o Monterrey, lo que procede en el ámbito periodístico y crítico es mantener vivo el interés por las películas que en el año han destacado por su calidad artística, por la honestidad y oportunidad de su propuesta, y que llevan todas las de perder frente a la maquila fílmica que prolonga en la pantalla grande la mediocridad audiovisual que a diario nos asesta el duopolio televisivo, justamente esa chatarra desinformadora a la que ni por asomo alude, en su análisis de la educación en México, el documental ¡De panzazo!, de Juan Carlos Rulfo y Carlos Loret de Mola. Dicho sea de paso y a manera de comparación, imagine el lector un documental sobre salud pública en México que no mencionara en lo absoluto el problema de la obesidad infantil y los estragos provocados por la comida chatarra.
Mantener vivo el interés por el buen cine mexicano es señalar oportunamente su paso, siempre muy esporádico por la cartelera comercial y por los circuitos culturales alternativos, y destacar por ejemplo, una realidad que desde hace varios años ha cobrado un valor creciente: la muy buena salud del cine documental mexicano y su evidente superioridad frente al de ficción que, salvo muy honrosas excepciones, sigue empantanado en sus viejas propuestas narrativas y en su escasa originalidad formal.
El Festival Internacional de Cine de Guadalajara refrendó este año la vitalidad y fuerza del documental mexicano premiando muy merecidamente a Cuates de Australia, el cuarto trabajo de Everardo González (La canción del pulque, Los ladrones viejos, El cielo abierto), una exploración de varios años en un lugar de Coahuila, el rancho llamado Cuates de Australia (nombre cuyo origen es un misterio para sus propios pobladores), donde el cineasta y su equipo comparten a diario las penurias de la escasez del agua y las múltiples mudanzas de la comunidad en busca del preciado oro azul
. El documentalista registra la vida de una población sin luz, sin agua, privada de radio y de televisión, al margen por completo del progreso y el bienestar, ocupada en sus faenas de supervivencia en un terreno árido donde hombres y animales corren a menudo la misma suerte. Se trata de uno de los trabajos más perspicaces y finos del documentalista, también de su compromiso moral más sostenido y honesto con la población retratada. Una obra de madurez artística.
Es claro que el trabajo no merece el desdén de esos mismos distribuidores que celebrando en todo momento un supuesto renacimiento del cine mexicano, suelen ignorar algunos de sus logros más incuestionables.
Otros documentales sobresalientes fueron El paciente interno, de Alejandro Solar; Carrière, 250 metros, de Juan Carlos Rulfo, con guión de Jean Claude Carrière; El albergue, de Alejandra Islas; Félix, autoficciones de un traficante, de Adriana Trujillo, y Flor en otomí, de Luisa Riley.
La mayor revelación en el cine de ficción mexicano fue Un mundo secreto, primer largometraje del joven Gabriel Mariño, un road movie intimista centrado en la educación sentimental de María (formidable Lucía Uribe), adolescente que cansada de una rutina sexual insatisfactoria, decide alejarse de su madre y su ciudad para emprender un viaje solitario a Los Cabos, Baja California, donde encontrará gratificaciones más definitorias. Un trabajo discreto y cuidadoso, de fino minimalismo expresivo, en las antípodas del efectismo visual y sobre elaboración narrativa de una de las cintas premiadas, Días de gracia, de Everardo Gout, y más en consonancia, por la novedad y frescura de su tratamiento temático, con Mariachi gringo, de Tom Gustafson, la cinta finalmente ganadora en esta categoría.
Algo queda claro: el cine mexicano de ficción tiene en la sencillez y en la ironía, y en la agudeza de su observación moral, sus cartas más prometedoras.