ara nadie es secreto que las cárceles de todo el país están saturadas, sobrepobladas, y que son una pesada carga para el estado, un infierno en la tierra para casi todos los reclusos y un verdadero purgatorio para familiares y amigos de los reos.
El asunto Cassez puso en el centro de la atención pública cómo puede llegar alguien a incrementar la población carcelaria a partir de un proceso penal desde los medios de comunicación y para los medios de comunicación. Se trata de un criterio equivocado, propio del negocio de los espectáculos y los gallineros. No basta poner el huevo; hay que cacarear para que todos se enteren.
El ejemplo ha puesto en entredicho lo que en México todos sabemos: no hay solemnidad y a veces ni siquiera seriedad en la impartición de justicia. Aquí prevalecen la informalidad y la falta de seriedad; la justicia mexicana quedó en este triste caso al nivel de un reality show de lo más torpe y vulgar, en el que es lo de menos ya determinar si la ciudadana francesa es culpable o no, cuestión de fondo, y se torna fundamental precisar, nada menos que por la Suprema Corte, si se siguieron o no reglas procesales y protocolos elementales de investigación.
No es eso lo peor. Las cárceles están saturadas porque hemos adoptado políticas sobre delincuencia y prisión preventiva que no han sido pensadas a fondo ni se han calculado bien a bien sus efectos.
Una revisión de lo que se está haciendo en esta materia no nos vendría mal: tomar a tiempo las medidas adecuadas para que no nos suceda a la larga en todos los reclusorios lo que ya pasa en muchos de ellos. Desde luego, que la Federación se lleve a los reos federales a sus propios centros de detención, pero también localmente debe revisarse y racionalizarse la prisión preventiva y la duración de las penas; un crimen cruento causa estupor y lo primero que a muchos se les ocurre es aumentar los años de cárcel, más allá del término probable de una vida humana.
Es más fácil clamar por más años de cárcel que investigar, encontrar realmente al culpable, procesarlo y que cumpla su condena. Penas altísimas de setenta, cien o más años de prisión, además de ridículas, son contrarias al principio constitucional de la readaptación o reinserción social del delincuente, establecido en el artículo 18 de nuestra Carta Magna, que presupone que quien cometió un delito cumplirá su castigo y regresará en algún momento a la sociedad de la que salió.
La justicia no es venganza; no se trata de que a quien cometió una o muchas faltas se le haga pagar ojo por ojo y diente por diente. Una justicia humana no busca hacer al delincuente lo mismo que él hizo; los principios humanistas del derecho penal y de la criminología sostienen que la pena sea proporcional al daño social causado y el castigo sirva al que cometió el delito para su recuperación, y a la sociedad misma para que no resulte peor el remedio que la enfermedad.
Para que no se generalice en todo el país lo que ya ocurre en algunas entidades –cárceles desbordadas y en manos de mafias y bandas–, entre otras políticas a seguir tenemos que cuidar dos. Primero, evitar que las agravantes de delitos relativamente leves eleven las penas hasta convertirlas en cadena perpetua, en especial cuando se trate de jóvenes, delincuentes ocasionales o primodelincuentes. En muchas ocasiones es socialmente más valioso dar una segunda oportunidad que responder a la indignación y rencor que produce el delito cometido, exacerbados por el amarillismo de algunos medios.
El otro cuidado debe enfocarse en evitar que el sistema de procuración y administración de justicia se convierta en un gran aparato de cobranzas para comerciantes, banqueros, industriales, a los que no se les pagan sus cuentas y entonces, en vez de seguir juicios civiles o mercantiles, acuden a hábiles abogados, de todos los niveles y para todos los bolsillos, que transforman una deuda de carácter civil en un caso penal, frecuentemente con complicidades en el interior del aparato.
Ante el temor de largos meses o años en la cárcel, pagan hasta los que no deben y hasta los que no tienen. Cabe alertar a las procuradurías, a las diversas fiscalías, a los jueces y magistrados, a los colegios de abogados: algo está pasando cuando se escucha cada vez más frecuentemente de casos parecidos; deudores morosos perseguidos penalmente y no sólo a ellos, sino también a sus familiares y empleados, acusados de fraude. Personas que no se enteran de que ya tienen tras de sí y en su contra al aparato judicial, que tiene otras funciones más necesarias y urgentes, ocupado en cobrar créditos mal concedidos o deudas difíciles de pagar, en parte por la grave situación económica por la que el país pasa.
El problema de la justicia tiene muchas facetas, no sólo la derivada del narcotráfico. Tenemos que atender también otros aspectos, como los que menciono, pues de lo contrario, en lugar de resolver los problemas de seguridad, de justicia, de orden y legalidad, estaremos enrareciendo el ambiente y complicando las soluciones.