a primera visita de Benedicto XVI a México, que se inicia hoy en Guanajuato, es una confluencia de significados pastorales y políticos que distan de ser alentadores para nuestro país.
En el primero de esos ámbitos, y a reserva de esperar los discursos que habrá de pronunciar el pontífice durante su estadía en el país, un primer aspecto inadmisible de su visita a México es que el Vaticano no haya aceptado realizar encuentro alguno con las numerosas víctimas de pederastia y otros delitos sexuales cometidos por sacerdotes: dicho encuentro sería procedente y necesario no sólo porque Joseph Ratzinger ha mantenido encuentros similares con víctimas en otras partes del mundo, sino también por el papel que desempeñó en el encubrimiento de esos crímenes en México, particularmente los del líder de la Legión de Cristo, Marcial Maciel.
Lo anterior obliga a recordar la indolencia proverbial del Vaticano –e incluso de sectores clericales locales– ante los flagelos sociales, políticos e institucionales que recorren la región, entre los que destacan la pobreza, la desigualdad, la insuficiencia educativa, la insalubridad, la corrupción de las élites gobernantes, la discriminación de los pueblos indígenas, las persistentes afrentas a los derechos humanos y la desintegración del tejido social provocada por las políticas neoliberales, el incremento de la violencia criminal y, desde luego, las conductas delictivas cometidas por miembros de la propia Iglesia.
Por lo que toca al aspecto político, la visita coincide con un avance y un fortalecimiento preocupantes de posturas tradicionales de la Iglesia católica en la agenda pública y legislativa nacionales. Si bien algunos de estos avances se han venido consolidando desde hace meses y años –tal es el caso de las iniciativas que penalizan la interrupción del embarazo en más de la mitad de las entidades del país–, otros parecen estar relacionados, incluso causalmente, con la visita del Papa a México, como ocurre con la reciente modificación al artículo 24 de la Constitución en materia de libertad religiosa, y resulta inevitable percibir, en dicha coincidencia, un afán de autoridades y representantes populares por congraciarse con el alto clero católico de cara a la gira papal que hoy empieza.
Con ese telón de fondo y ante la cercanía de los comicios previstos para julio próximo, da la impresión de que el máximo líder del catolicismo no viene al país en visita pastoral, sino a negociar intercambios con los sectores políticos que aprobaron la modificación señalada: por ejemplo, nuevas claudicaciones legales y constitucionales en materia de laicidad del Estado a cambio de presencia y aliento –en la entidad que es el bastión electoral panista por excelencia– cuando la cita con las urnas está a la vuelta de la esquina.
En suma, la visita de Ratzinger a México deja ver una lamentable pérdida del sentido republicano y laico en el país –pérdida a la que abonan los candidatos presidenciales con su decisión de asistir a un ritual religioso presidido por el pontífice que se celebrará en un sitio público– y el ensanchamiento de los márgenes de maniobra con los que cuenta hoy el clero católico para recuperarse de pérdidas de poder históricas que, hasta hace no muchos años, parecían irreversibles. Se cierran, en forma inversamente proporcional, los espacios para el desarrollo cívico de una sociedad plural, justa, libre, diversa y tolerante.