nos esperaban. Otros dejaban de hacerlo. En los zaguanes, las rejas, los portones y los accesos a los edificios, miraban para arriba por mirar en alguna dirección, esperando un milagro tal vez, una señal inequívoca, un anuncio, los primeros.
Los que habían dejado de esperar, siguiendo ese impulso se ponían en marcha de inmediato, pero al largarse encontraban que los caminos habían desaparecido, que reinaba la maleza allá afuera, que los escombros y la erosión se fundían en un abrazo demolido y polvoriento.
Los que esperaban, benditos ellos, permanecían ignorantes de que los caminos había que trazarlos de nuevo, si esperaban llegar a alguna parte. Miraban ¿al aire?, ¿al cielo?, ¿a su propio vacío? Con temor más que espanto, y paradójicamente serenos.
La discusión con los que habían dejado de esperar fue tremenda, y la ruptura tajante. Se dijeron de cosas antes de separarse. Los que esperarían se burlaron de los que no, y viceversa. No se concedían ni tantito crédito unos a otros.
En adelante los que esperaban nunca se alejaron de sus puertas entreabiertas, o entrecerradas, cuando se asomaban a continuar la espera y saludaban a los vecinos. Murmuraban unos de otros. No todos los que esperaban lo hacían por los mismos motivos, ni sobrellevaban la espera de la misma manera. Además, unos eran más iguales que otros. Existían rivalidades, inquinas, envidias, caprichos, que ya eran algo para aliviar el tedio crónico del que ahí sigue, eso sí, con la frente en alto, sorteando las tempestades de la duda en sus amuralladas ciudades, esas inmensas salas de espera.
A los que no esperaron les decían, muy inexactamente, los desesperados
. Que, bueno, sí, se desesperaron de tanto esperar, y qué. Al menos habían salido al aire fresco, o al que hubiera, sin necesidad de andarse arrancando los pelos. Bien podían agradecérseles que ahuecaron el ala. No estorbaban.
Y unos a otros, cómo se echaban mierda. En eso gastaban la mayor parte de su saliva, y de su sangre llegado el caso. De lejos se gritaban. De cerca, al encararse en la quién sabe por qué siempre inesperada confrontación en entre los que esperaron y los desesperados
, se decían más con las taladrantes miradas, y hasta se disparaban gruesas lágrimas.
Sobreactuaban, ni que fuera para tanto; era mero desdén lo que mutuamente sentían. Como sea, sucedía poco que se cruzaran. Los que se cansaron de esperar ya no estaban, y nada auguraba un pronto retorno, así que los que esperaban podían dedicar sus horas más preciosas a mirar para arriba sin nadie que les perturbara la paciencia ni les recordara lo que querían olvidar.
***
MANUSCRITO PEGADO EN UN MURO:
“Blancas cifras de pánico asoman por las celdillas de los pendones electrónicos que vigilan nuestro paso, alumbrados con foquitos cegadores y desquiciantes, millares de ellos, paralizados en el mensaje perfecto, la propaganda intravenosa que nos quiere detener, descerebrar, que desistamos.
“Las calles lucen abandonadas, pero no se confíen. Los perros a estas horas ladran más fuerte y, como los rateros con o sin uniforme, acechan dispuesto a morder y corretearnos.
“Nos anima saber que somos muchos. ¿Seremos suficientes? Nos temen los titiriteros detrás de sus hostigosas pizarras electrizadas, desde allí nos apuntan cuando caminamos por el medio las grandes avenidas que ellos tuvieron a bien dejar desiertas. En uno de cada dos postes las cámaras nos registran, numeran, ubican e identifican con fines meramente administrativos, para control de calidad en el servicio o por nuestra propia seguridad. Sí, Chucha.
“Nos consideramos caminantes de la libertad.
“Nos consideran hordas o ganado. Nos cuentan y descuentan. Nos oprime su vacío. Nos quieren oír aullar. Después nos quieren muertos. Por eso nos vamos. Por eso nos estamos yendo.
Volveremos, y seremos más. Primero vamos a recuperar el aire fresco y la...
(Aquí se interrumpe el manuscrito).