e pronto la Constitución de Cádiz ha cobrado un gran interés no sólo en España, sino en muy diversos países, sobre todo en sus antiguas colonias. Su bicentenario ha puesto a pensar en lo que significó y significa, pues incluso ha movilizado a miles de ciudadanos, en Cádiz mismo, para proponer una nueva constitución para España bajo la consigna Juntemos cien mil corazones para la Pepa.
El tema se hallaba confinado al ámbito de historiadores y constitucionalistas. Ahora es tópico periodístico y de un público bastante más amplio. El Senado de la República convocó a diputados y académicos de España y América Latina a compartir ideas en un encuentro iberoamericano; el Congreso de Nuevo León y la universidad pública de este estado, así como el Congreso de Coahuila a partir del papel destacado que jugó Miguel Ramos Arizpe en las Cortes de Cádiz, por citar sólo los eventos donde he participado, han promovido encuentros similares.
Durante dos siglos omitimos, por lo menos en actos protocolarios, el significado de la Constitución de Cádiz en la historia de México. Las inversiones españolas, encabezadas por una poderosa banca, hoy parecen obligar a ciertas referencias que antes soslayamos. Pero en torno al documento de Cádiz, el rigor del análisis historiográfico se impone. Su proceso se inicia entre marzo y mayo de 1808 y desencadena movimientos armados en ambos lados del Atlántico: en España una guerra de liberación y en sus colonias de América una revolución de independencia. Napoleón convierte en una invasión el acuerdo para emplazar sus tropas con el objeto de atacar Portugal, aliado de Inglaterra. Hace prisioneros en Bayona a los ineptos, zafios y desleales miembros de la casa real y desde allí entroniza a su hermano José en el sitial de los Borbones y efectúa una pantomima de régimen constitucional.
A la ausencia del monarca brotan en la metrópoli y sus colonias las interpretaciones sobre el poder. El cabildo de la ciudad de México se adelanta a invertir los términos de la soberanía y la representación. La soberanía es de la nación y sus derechos y bienes –el antecedente remoto de nuestro artículo 27 constitucional– los pone en manos del rey para su cabal ejercicio.
Diez días después de haberse iniciado el movimiento de independencia en la Nueva España, se abren las cortes para discutir el proyecto de constitución donde se defienden la igualdad de todos los vasallos, la separación de poderes, las libertades de opinión e imprenta, garantías individuales frente a actos de autoridad, el libre comercio y otras medidas de espíritu liberal. Año y medio después es promulgada sobre bases desiguales en perjuicio de las colonias, a pesar de las mejoras por las que pelearon los diputados americanos. Su vigencia será breve y en perímetros reducidos. Las derrotas de Napoleón permiten que Fernando regrese a España en 1814: sólo para abolir la Constitución de Cádiz (por democrática), desaparecer las Cortes y volver a reinar como monarca absoluto.
Con frecuencia se ha dicho que esa constitución traducía la voluntad del pueblo español de ambos hemisferios para convertirse de vasallo en ciudadano. ¿En verdad fue así? Al parecer, no. El movimiento cuyo fruto fue el texto constitucional ahora bicentenario era obra de la corriente liberal que condujo la guerra de liberación e impulsó el cambio hacia una monarquía constitucional. Pero el grueso de los españoles de la península luchaba sólo en contra de una representación que veía usurpada por el imperio napoleónico.
En buena medida la Constitución de Cádiz era revolucionaria; no así el contexto social. Por ello el autogolpe de Estado de Fernando VII no encontró mayor resistencia. En la Nueva España se defendía igualmente la corona para Fernando al lado de la lucha por la independencia. Pero hasta el Congreso de 1822 y el fugaz imperio de Agustín de Iturbide, los novohispanos fueron mayoritariamente monárquicos. El cambio ulterior a las convicciones republicanas fue más de forma que de fondo.
En España debió transcurrir más de siglo y medio para que la Pepa rindiera sus frutos plenamente, tras la muerte de Franco, con la constitución de 1978. En sus antiguas colonias, republicanos como nos asumimos y con presidentes en lugar de reyes, el espíritu monárquico no nos ha abandonado. Queremos presidentes fuertes, fortísimos, jefes máximos y, si son papales, mejor aún. Por eso algunos aclaman la ley Rajoy, que pretende introducir en España la democracia censitaria (Servir en el Congreso es un honor, no una carrera), uno de los puntos negativos de la Constitución de Cádiz, que exigía, para ser diputado, disponer de bienes propios
: volver a los buenos tiempos de los grandes de España
llamados antes, sin embozo, ricoshombres. Y acaso con un nuevo Franco en la presidencia.
Ahora que volvemos los ojos a nuestros antecedentes coloniales, la paradoja nos escolta. ¿Por qué España logró establecer una monarquía parlamentaria, y nosotros continuamos con un ejecutivismo inhibitorio de una representación más genuina y democrática a partir de un mayor peso parlamentario en el conjunto estatal? ¿Por qué allá existe un movimiento ciudadano que lucha por una nueva revolución democrática y una constitución correlativa, como se vio en Cádiz hace unos días, en tanto nosotros no logramos alcanzar la mayoría de edad de una ciudadanía participativa que se haga cargo de su condición?