uando te llama, el encuentro ilumina.
Atravesé la ciudad, la ciudad en obras. Llovía, era la hora de comer. Una persona sensata se guarece, no se interna en el caos con tal de llegar a ningún lado, mucho menos a donde, que sepa, nadie ni nada la espera, como el Cluny, una crepería con aspecto medieval en el suroeste de la ciudad, una zona vieja a la que vuelve la gente que no sabe por qué la abandonó ni para qué.
Las tres amigas ocupaban la mesa al fondo, a la derecha. Las dos mayores casi no hacían sino escuchar a la tercera, que todavía se esforzaba por verse atractiva, tanto que creía que un peinado moderno era capaz de contrarrestar la carencia de toda gracia en una mirada, en una sonrisa.
¿Habían trabajado juntas, por ejemplo, en la dirección de un banco, primas, cuñadas, del director, del jefe de personal, del coordinador de relaciones públicas? ¿O de niñas habían sido vecinas en el suroeste de la ciudad, o compañeras en uno de sus colegios exclusivos? Ninguna se había casado, pero las tres, sin mayor herencia, destinaban parte de sus ahorros o pensiones para reunirse una o dos veces en cada estación, ésta, de primavera, pero una primavera sombría, diferente de la buena época de las primaveras en la ciudad.
Por el vocabulario de la que conversaba se deducían atmósferas inconfundibles de otro tiempo. Nombró a mamá, al hermano que iba a misa, un librero a la entrada de la casa de familia en el que había libros religiosos, pretendía venderlos en alguna librería de viejo –usó el término– de las que se concentraban precisamente en el suroeste de la ciudad. Habló de un ebanista que hacía un trabajo fuera de este mundo –usó el término–, tanto así que ameritaba atravesar la ciudad y buscarlo.
A mí, todo esto me parecía muy bien, apuntaba a un pasado que yo creía cada vez menos frecuentado, como la música que se oía –un concierto para piano, uno para violín, uno para guitarra. Entre los muros bajos, de tabique rojo del Cluny, entre los recovecos arqueados desfilaban Beethoven, Mozart, Satie. ¿Volvía Satie?
Volvía el pasado. Si el pasado no viene a ti, tú vuelves al pasado.
Un viejo escultor con la pipa entre los labios que llevaba del brazo a mamá a comer los lunes al Cluny, un vendedor de tapetes persas que acompañaba a su sobrina divorciada con dos hijos pequeños a cenar los viernes al Cluny. Yo que los veía y que imaginaba crónicas que podrían hacerme. Viernes, lunes.
La pareja cuarentona me saludó al pasar frente a mí y ocupar la mesa de al lado, intermedia entre la de las tres amigas y la mía. El hombre maniobró la silla para facilitarle a la mujer sentarse y acomodarse.
Todo iba bien, pero me preguntaba si para eso, confirmar que el pasado volvía, había yo vuelto al pasado en condiciones adversas, cuando podía haberme guarecido en el otro extremo de la ciudad, donde me encontraba ese día, a esa hora, durante una primavera diferente de las primaveras que habían definido la ciudad como la de una eterna primavera. Podía haber esperado a que pasaran tormentas, hambre, tráfico, nostalgia, antes de volver, como el pasado, a mis viejos rumbos. ¿Volví para oír a tres solteronas intercambiar impresiones de la visita del Papa? Papanazi
, dijo la platicadora, pero aunque las otras dos rieron –¿oirían paparazzi?– ella se disculpó, aclaró que la palabra se le atravesó y la lengua se le trabó; incluso sus mejillas se sonrojaron ante la imprudencia pronunciada sin querer.
Del Papanazi
pasaron a hablar de una cuarta amiga, Josefina Mendizábal, que preparaba recetas fuera de este mundo, pero sencillas, y la más dicharachera luego preguntó a las calladas si veían la serie de televisión de una detective que investigaba crímenes mientras se encaminaba al mercado. Ella había conocido a este personaje a través de una entrevista a una escritora interesada en la detective. Intentó recordar el nombre La señora..., la señora...
, pero el nombre se le escapaba.
Iba yo a declarar que había mal interpretado los signos que me llevaron al Cluny, cuando oí a la lenguaraz referir a sus oyentes que en Nochebuena había tomado vino y se había quedado dormida en casa de su hermano, Todo me daba vueltas
, dijo ruborizada. Al despertar a la mañana siguiente, había tenido la más rara sensación en su vida, pues mientras se incorporaba y se levantaba, le pareció que su cabeza se había quedado quieta sobre la almohada.