Retrato hablado
a luz mortecina de los focos ahorradores acentúa el ambiente lúgubre de la sala-comedor en donde se encuentra reunida la familia. Desde su sillón el abuelo Carlos lo observa todo en actitud reflexiva. Sentada junto a la mesa, Águeda estrecha a su hijo Pablo y le murmura que se calme y deje de llorar. Su esposo, Herminio, revisa con expresión detectivesca los marcos de las ventanas.
–Están cerradas. Águeda: ¿seguro que las dejaste así cuando fuiste por Pablo a la escuela?
–Por Dios, Herminio, ¡ya te dije que sí! Hoy tuve mucho cuidado en hacerlo porque como saqué del libretón los siete mil pesos para las vacaciones...
–Y usted, don Carlos, ¿salió a la tienda o a la farmacia? A lo mejor, sin darse cuenta, dejó la puerta abierta y el otro aprovechó para salirse.
–¿Ahora me vas a echar la culpa de que Oliverio se haya ido? –replica molesto el anciano.
–Nadie le reclama, don Carlos, sólo le pregunté.
–Herminio; no discutan –suplica Águeda–. En este momento lo importante es que encontremos a Oliverio. Tiene que estar por aquí. Ni modo que se lo haya tragado la tierra.
–¿Buscaste...?
–Desde que llegamos de la escuela no hemos hecho otra cosa. Ya vimos por todas partes, hasta en el tapanco, y ¡nada! Pero como Oliverio es tan mañoso, voy a revisar de nuevo.
–Ni pierdas el tiempo. Para mí que, a estas horas, aquél anda ya muy lejos –sentencia don Carlos.
–Papá, ¿Oliverio se fue?
–Parece que sí, aunque no sé por dónde, pero no te apures. Volverá, como el otro día, ¿te acuerdas? Ya lo dábamos por extraviado, cuando apareció muy tranquilo, sentadote en la escalera.
–Entonces nada más estuvo lejos de la casa un ratito; pero ya es de noche. ¿Por qué no ha vuelto?
–No sabemos. Ya conoces a Oliverio: es muy sociable y muy curioso. A lo mejor se entretuvo jugando o viendo algo –le responde Águeda con dulzura.
–O lo atropelló uno de esos desgraciados que pasan por la calle como alma que lleva el diablo –concluye don Carlos.
El comentario acentúa la angustia de Pablo, que gime con más fuerza.
–¡Ya cálmate! Sabes que estamos haciendo todo lo posible por encontrar a Oliverio –grita Herminio.
–Mi amor, comprende: Pablo tiene seis años, es hijo único. Para él Oliverio es su mejor amigo, casi su hermano –Águeda retira los mechones que enturbian la frente de su hijo–. ¿Verdad que lo quieres mucho?
–¡Muchísimo! Por eso, si él no llega, no voy con ustedes a Veracruz. Me quedo a esperarlo.
II
Por insólita, la respuesta de Pablo hace sonreír a don Carlos y desconcierta a sus padres. Águeda es la primera en reaccionar:
–Pero si te has pasado meses diciéndome que te morías porque te lleváramos al mar y por conocer los barcos. No es posible que ahora que podemos darte gusto nos salgas con que ya no quieres ir a Veracruz –Águeda acaricia las manos de su hijo–. Será divertidísimo. Piensa que nos vamos a ir en el coche que tu tío Ernesto nos prestó y que te compraremos las hamburguesas que te gustan para que vayas comiéndolas en el camino. ¿Qué dices?
–Que si no llega Oliverio no voy –repite Pablo.
–No seas tontito y escúchame. Sabes que tu papá y yo hemos estado ahorrando para llevarte en estas vacaciones a Veracruz. Es un lugar precioso.
–A mí no me lo parece tanto. Hace un calor de los mil demonios y los mosquitos son algo... –don Carlos se rasca un brazo, como si ya estuviera sufriendo el ataque de los insectos.
–Bueno, don Carlos, usted dice si prefiere quedarse...
–¡Perfecto! Mi nieto y yo nos quedamos aquí para esperar a Oliverio.
–Papá, no le des cuerda al niño, por favor –Águeda se vuelve hacia su esposo–. Ya nada más estamos diciendo tonterías. Piensa, ¿qué hacemos?
III
–Lo único que se me ocurre es que salgamos a pegar anuncios ofreciendo una recompensa a quien nos dé razón de Oliverio.
–¿Cuánto sería bueno ofrecer?
–No fijen precio, mejor espérense –interviene don Carlos–. Según el aspecto del que responda le dan su recompensa. Y desde luego no la entreguen si no ven primero a Oliverio.
–¡Correcto! Para facilitar las cosas, sería bueno meterle al anuncio su foto. Tú tienes, ¿verdad, Águeda?
–Muchas, pero si las pegamos se van a maltratar, o a lo mejor la gente las arranca, porque como Oliverio es tan guapo.
–Desde cuándo te dije que les sacaras copia, pero no hiciste caso.
–Ay, Herminio, ¿yo cómo iba a saber que podríamos necesitarlas? Y menos para una cosa así... –desvía la mirada y esquiva la expresión reprobatoria de su esposo–. En vez de foto, ¿por qué mejor no ponemos un retrato hablado?
–No se me ocurre de qué manera.
–Pues así, pensando en cómo es Oliverio: rubio, de ojos azules, alto para su edad, gordito.
–Sí, es cierto, así es Oliverio. Yo puedo dibujarlo.
–Muy bien, hijo, ve por tus colores a tu cuarto, mientras nosotros escombramos la mesa para que tengas dónde trabajar –Águeda se sorprende al ver que a los pocos minutos reaparece Pablo con una hoja doblada–. ¿Ya tan pronto hiciste tu dibujo?
–No. Este papel lo encontré debajo de la puerta.
–Tira esa porquería. De seguro es propaganda política –ordena don Carlos, malhumorado.
–No lo creo –Águeda desdobla la hoja. Ve un mechoncito rubio y un mensaje escrito con letras recortadas de un periódico–. Ojo: auténticos pelos de gato. Si quieren ver de nuevo a Oliverio depositen 4 mil pesos en el basurero de la esquina. Bolsa negra. Antes de las 12 de la noche. Ojo: sólo efectivo. Si no cumplen, ¡adiós gatito, adiós para siempre, adiós! Firma: Hablo-en-Serio.
Herminio se acerca a su mujer y le habla en secreto:
–¿Entendiste lo mismo que yo? ¿El gato está secuestrado? –Águeda asiente–. ¿Qué hacemos?
–Primero, no decírselo al niño, y luego, pagar lo que nos piden. Acuérdate que tenemos lo de las vacaciones –Águeda se inclina y gime. Al ver que su hijo se acerca intenta sonreír–. Lloro de gusto porque una persona ya encontró a Oliverio y nos lo va a entregar al rato.
–Qué bueno, así mi gatito podrá ir con nosotros a Veracruz.
–No, mi vida. Este año tampoco saldremos de vacaciones.