ijo adeu (adiós en catalán) y dejó sumido al equipo de futbol más excelso de los recientes cuatro años en la extrema orfandad. Pep Guardiola abandona a la criatura que parió y amantó y que maravilló al planeta futbolero. Es un tipo singular, de ideas fijas, severo consigo mismo, como pocos en ese proceloso y a veces turbio mundo que gira alrededor del balón.
Falta ver si con él se va también su ideario futbolero. Era un artista cuando jugaba, y es un artista como estratega. Su tocata y fuga se celebra sin freno en Madrid porque se considera que es la victoria del áspero mouruñismo sobre el refinado guardiolismo. En la península Ibérica los nacionalismos se expresan cabalmente cuando se enfrentan los equipos madrileños contra los catalanes y vascos.
Política aparte, la espantada de Guardiola es un desafío a la lógica laboral. Se supone que nadie en su sano juicio renuncia a su trabajo. Cuestión de finiquito. Claro, a Pep eso le vale gorro. Tiene su vida económica resuelta. Puede darse el lujo de dar portazos. Más si con eso se agranda su mito, cosa que de seguro sucederá.
El futbol extrañará a Guardiola porque le daba un toque de distinción a un negocio que fagocita a sus actores, estrellas y de reparto. Él no permitió ese ritual, optó por adelantarse y asumir el alud de críticas que ya están enfilándose hacia su figura. Uno sospecha que el catalán es refractario al qué dirán, que le trae sin cuidado la invectiva periodística en curso. Guardiola es dueño de sus pasos. Ahí está su dimisión para demostrarlo.