ankia, una de las mayores instituciones de crédito e inversión españolas, ha pasado en rigor a manos del gobierno. Los términos de ese paso no son todavía claros, más aún si la retórica del gabinete de Mariano Rajoy se esfuerza en evadir una definición que lo colocaría (después del penoso espectáculo que ofreció en el caso de la expropiación de Repsol en Argentina) al borde, por decirlo de una manera escénica, del patetismo. La prensa y los expertos se han encargado de disipar la vaguedad de la operación. Sin rodeos: Bankia ha sido nacionalizada. No se trata de una simple intervención de emergencia; ni tampoco de un rescate
exterior. Todo cambiará en Bankia: la composición de los comités de administración, la fiscalización de sus operaciones, el contenido de sus políticas de crédito e inversión (sobre todo las hipotecarias). Por lo pronto sus valores tóxicos han quedado bajo propiedad del orden público. (Izquierda Unida ha pedido la nacionalización total
y permanente
). Es la garantía que el gobierno español requiere para canalizar gigantescas sumas del erario público y restituir la solvencia de una institución que, en un default completo, podría arrastrar al abismo al conjunto de la banca española.
En Europa, desde 2008, no es la primera vez que un banco pasa a manos del Estado. En Inglaterra, Northern Rock y Royal Bank devinieron de la noche a la mañana parte de la banca estatal. Lo mismo sucedió con Hypo Real Estate en Alemania y con Anglo Irish Bank en Irlanda. En Estados Unidos, las intervenciones fueron más suaves. Barack Obama procuró que sus límites no transgredieran los ámbitos del rescate
.
Después de cuatro años de esta suerte de revolución pasiva, involuntaria (propiciada por la crisis) –ninguno de los gobiernos nacionalizadores tenía la menor intención o propósito de nacionalizar–, ¿cómo entender ese mantra que cobró legitimidad durante los años 80 y 90, el cual prescribía que no había peor administrador que el Estado?
Y ése es el menor de los dilemas de una retórica que hoy se ha revelado como un cúmulo de peticiones inverosímiles de principios y leyes inexorables de la economía
. Todas las medidas de reducción de prestaciones, restricción del gasto social, limitación a la inversión en educación y salud, etcétera, se sustentaron (en los últimos 20 años) en la supuesta imposibilidad de sostener los gastos del Estado de bienestar. Burdo y llano chantaje. Un discurso que sólo pretendía allanar el camino para que instituciones, compromisos y responsabilidades públicas se convirtieran en objetos del mercado y de negocios parasitarios.
La necedad europea para no renunciar a una sabiduría que data de las lecciones provocadas por la crisis de 1929 muestra que el Estado no sólo no parece haber perdido su capacidad de regulación, sino que, al final del día, es el único capaz de restaurar cierta racionalidad ahí donde el mercado ha cobrado todos sus saldos.
Vivimos, en efecto, tiempos de una economía líquida: ninguna forma específica puede garantizar a mediano plazo la perdurabilidad de su estabilidad. Pero incluso cualquier objeto líquido requiere de una contención para volverse mínimamente estable. Sin lechos, no habría ríos; sin botellas, no se podrían transportar vinos. El corolario de los últimos cuatro años resulta sencillo: es el orden público y no el mercado el único que –con su carácter regulador– cuenta con los recursos y la legitimidad para estabilizar situaciones que cambian de la noche a la mañana. Su fuerza reside en su inercia. Porque es precisamente de la noche a la mañana como se pierden patrimonios enteros, como se fraguan catástrofes sociales, como se desmoronan expectativas nacionales.
Una segunda conclusión no tan evidente: esta inevitable función de regulación que toca –por estricta deriva, más allá de cualquier voluntad– al Estado puede ser ejercida sólo de dos maneras: hacia la vertiente del Estado de bienestar o hacia la vertiente del Estado policiaco.
En la historia reciente de México, la segunda opción cobra ya las dimensiones de un paradigma negativo, ominoso. Todas las transformaciones políticas que van de 1988 a 2012 gravitan invariablemente en torno a una aporía: cómo maridar a un sistema parlamentario con un estado de excepción permanente. Esa, y no otra, es la aporía que ha signado a la era de la tecnocracia mexicana, tanto en su vertiente priísta como en la panista. Si hoy padecemos un proceso de elecciones impolíticas no es por otra razón más que por la repetición sin diferencia de esta distopía política.
La otra opción, la de la regulación que no abandona el sesgo del Estado de bienestar, se dirime hoy en las calles de Madrid, Londres, Atenas y Roma, y es imposible predecir su desenlace.
En las actuales elecciones presidenciales de México se manifiesta como una opción de facto binaria. Lo único que se podría esperar de una presidencia que abone a la continuidad es ahondar en la aporía mexicana. Aquí, la opción de Andrés Manuel López Obrador aparece como la vertiente de una ruptura. No con un sexenio, sino con una historia que ya tiene 24 años de antigüedad. Brasil lo intentó con Lula y no le fue tan mal. AMLO, obviamente, es muy distinto a Lula, pero no a la opción en la que la historia los colocó. Pero falta un mes y medio para saber si el electorado mexicana se inclinará, aunque sea por una vez, a desviarse de un pasado que se repite sin diferencia.