La noche de los machetes
os machetes son instrumentos de trabajo, dijo un funcionario tartufo cuando algún reportero le recordó que la libre manifestación incluía la obligación de no portar armas, de ejercer pacíficamente el derecho que la norma otorga. Menos mal que no añadió la de no insultar a las autoridades o a quienes motivaran la movilización. Los que enarbolaron machetes eran de San Salvador Atenco. Impidieron la venta de las tierras de la comunidad y la construcción del nuevo
aeropuerto de la ciudad de México, del área metropolitana de la contrastante, insultante, desigualdad. Silvestre lo urbano y rupestre lo cívico.
Y las herramientas sin filo se convirtieron en bandera ambulante. Instrumentos de trabajo del descontento social en manos viajeras, paradójica inserción a la modernidad de la desarraigada rebelión de las masas. Sin el ego de la candidata del PAN, atrapada en su confusa circunstancia. Pero eso vendría más tarde, ahora, en ostentoso y tieso set del World Trade Center. Entonces, los de Atenco se erigieron en símbolo de protesta, a disposición de Sonora a Yucatán y del Golfo al Pacífico. Los machetes vencieron la desaforada ambición de intermediarios, quienes soñaron comprar tierra a unos cuantos pesos por metro cuadrado y revenderla en miles, con el añadido de millones en el manoseo de las influencias y el regodeo de la corrupción democratizada
con el vuelco finisecular.
Hubo desalojo y el Estado ejerció la violencia legal. Con sus bemoles. Propios del choque y resistencia, del abuso y prepotencia, de golpes y violaciones a los derechos humanos. Violaciones sexuales, se dijo, se acusó. Y no sólo los líderes del movimiento de los machetes fueron puestos a disposición de un juez. Y el viernes, lo de Atenco se hizo presente en la campaña electoral de 2012 en la Universidad Iberoamericana, centro de educación superior de paga y religiosa, así sea de los jesuitas que formaron el ejército de combate de la contrarreforma y apostaron a la inteligencia, a la contrastante racionalización de la fe y a verse perseguidos por el obispo de Roma y expulsados de las tierras de conquista, en México, en Uruguay... En la reunión formal, encuentro de candidato y estudiantes, hubo desencuentros y aprobaciones a la argumentación conceptual de Enrique Peña Nieto. Afuera se oyeron voces airadas que lo llamaron asesino y lo redujeron a procónsul de Carlos Salinas de Gortari.
Bienvenidos a la terca realidad a ras de tierra. Tanto da que fuera en una universidad de jesuitas como que la memoria de la noche de los machetes pandos se hiciera presente en el eterno retorno de lo jesuítico en los combates por el poder, con el aliento republicano de Maquiavelo o la simulación maquiavélica
del cambio invocado por los de la troika de nuestra pluralidad, con cada candidato tirando a distinto rumbo para desvariar, destazar, desorientar toda posibilidad de cambio. Y todos contentos. Los del compló
original atribuyeron los apuros de Peña a la memoria juvenil de los agravios de la política económica neoliberal del priato tardío. Y para demostrar que también en Atlacomulco hace aire, los operadores del candidato del PRI insinuaron complot, conspiración amarilla en las redes sociales para enarbolar los machetes justicieros en las alturas de Santa Fe.
Muchas, demasiadas vueltas y revueltas en la carrera, cuya meta está a siete domingos de distancia. Primero las damas. Doña Josefina perdió el estilo y el rumbo. Mientras Andrés Manuel López Obrador decidía no rozar la piel panista ni con el pétalo de una insinuación, la señora Vázquez Mota usó todo el arsenal de la guerra sucia, el berenjenal de las campañas de contraste
, negras, dicen, sin atender el racismo implícito que en Francia, por ejemplo, derribó a Sarkozy, mientras llevaba a las alturas, paradójica, trágicamente, a la extrema derecha de madame Le Pen y al socialista Francois Hollande a la presidencia. Las palabras pesan, tienen valor, dan y quitan. Hunden a Josefina Vázquez Mota. Ponen en riesgo la variante táctica de López Obrador, quien ha manifestado que esta ha de ser una elección tripartita, entre tres. Cosa que beneficia a Andrés. Pero queda en el aire la duda sobre el silencio del predicador de la intemperancia tropical: ni una palabra en contra, ya no digamos un ataque a Felipe Calderón y el caótico empeño panista de llevar el país al borde del abismo.
¿Por qué? Dice el tabasqueño y ratifican sus feligreses que el enemigo es el PRI, Carlos Salinas, el maligno encarnado en capo de tutti capi, quien manipula los hilos televisivos en el ágora electrónica, donde impera la figura de Enrique Peña Nieto. Hay método en la locura. Las encuestas, en las que no cree el estratega de Nacajuca, indican que ya no hay negativos
en la cuenta de López Obrador, esos extremistas que declaran que nunca, jamás, votarían por él. Y el método le indica que de ser dos los candidatos con posibilidad de vencer, los votantes indecisos se inclinarían mayoritariamente al centro-derecha, donde imaginan se unen y bifurcan panistas y priístas. En cambio, si persistiera la candidata diferente, la primera mujer con opción viable y con muchos pantalones
, se dispersarían o, en el peor de los casos, se dividiría el voto de los indecisos. Y el águila del Morena volaría muy alto. Pudiera ser. Después de todo, López Obrador lleva seis años en campaña y se mantienen fieles los seguidores.
Pero el juego del silencio da un respiro a la derecha en el poder. Felipe Calderón está en campaña electoral y lleva años en campaña militar. Las prédicas de la república amorosa se parecen a las de la histórica derecha conservadora como una gota de acíbar a otra. De virtudes incontestables se trata, pero virtudes individuales. Y la izquierda, o el populismo de veras, no el imaginario del miedo de los dueños del dinero, se ha ocupado de las virtudes colectivas, de las sociales. Ni modo. En todo caso, al llegar el primer debate y haber apostado demasiado a la subestimación delirante de Peña Nieto, de insistir en su incapacidad de hilar tres frases sin auxilio del teleprómpter o algún otro prodigio electrónico, al hablar el mudo, obligó al cambio del discurso tolerante y amoroso por el ataque frontal.
Habló el mudo. Enrique Peña respondió a todos los ataques de Vázquez Mota. No dejó sin respuesta los de López Obrador. Y a querer o no, hizo mella. Le dieron muchas ventajas. Las aprovechó. Pero la duda mayor proviene del silencio del tabasqueño, quien no señaló mácula alguna, ya no digamos a doña Josefina, a quien ha defendido y alabado, sino a Felipe Calderón y el desgobierno que ha sembrado de cadáveres la geografía nacional y se vanagloria de una economía estable, tan estable que no crece, no genera empleos; y sin reparar en lo mucho que se parece a la estabilidad política
de la que presumían los del priato decadente, sin darse cuenta que era el coma que precede a la agonía.
Lo inquietante, a siete domingos de votar para elegir Presidente de la República federal, laica y democrática, está en la semejanza entre el silencio a la derecha y el ataque concentrado en el candidato del PRI, con la locura del voto útil que encumbró a Fox y sacó al PRI de Los Pinos con el apoyo de votantes de la izquierda. Los mismos que dejaron a López Obrador navegar solo el desierto en su travesía de seis años.
Enrique Peña vio brillar los machetes de Atenco en la elegante zona de Santa Fe. No corrió sangre. Y sus allegados cuentan los obstáculos pasados y las semanas por venir. Es mucha la ventaja en la recta final.