a reunión de los líderes del Grupo de los Ocho (G-8) en Camp David, Maryland, el 18 y 19 de mayo, constituyó otro escenario para un debate extendido, interminable. Ese viejo retiro veraniego de los presidentes estadunidenses registró la refrescante presencia del nuevo presidente de Francia, el socialista François Hollande, quien arribó, en la misma semana de su toma de posesión, con el ímpetu propio de los que inician el camino. Por momentos pareció en trance de construir una alianza de circunstancias con el presidente Barack Obama, enfrentado a una elección difícil y que prefiere, de cara a las volátiles preferencias y prejucios de sus electores, no ser demasiado específico ante cuestiones controvertidas, con la cautela usual de los que tienen en juego su futuro político. La otra protagonista, la canciller federal alemana, con el aplomo característico de los que han sorteado muchos aprietos, en casa y fuera de ella, se esforzó por ceder lo menos posible ante las presiones directas de otros participantes y las mucho más intensas que Angela Merkel recibió de los países de la eurozona en la cumbre extraordinaria de la Unión Europea, anteayer en Bruselas.
El tema del debate del G-8 casi no requiere explicitarse: el falso dilema –como lo calificaron al unísono tanto el presidente del Consejo Europeo como el de la Comisión Europea– entre las políticas y acciones de estímulo al crecimiento y a la creación de empleos, por una parte, y por otra, las acciones orientadas a restaurar cuanto antes los equilibrios que demanda una consolidación fiscal elevada al rango de mandamiento ineludible. Es claro que, a diferencia de lo dicho por Herman van Rompuy y José Manuel Barroso, el dilema entre estímulo y restricción es verdadero y la prioridad concedida, de manera prematura y excesiva, a la consolidación fiscal por la vía de la austeridad explica que, a mediados de 2012, se viva el riesgo de una nueva debacle monetario-financiera –detonada no por la quiebra de Lehman Brothers sino por la tragedia griega–, seguida de nueva cuenta por una recesión amplia y generalizada.
En Camp David se adoptó una declaración cuya mayor parte está dedicada a la coyuntura y perspectiva inmediata de la economía global. Fechada unas cuantas semanas antes de la cumbre del Grupo de los Veinte (G-20) en Los Cabos, permitirá medir el alcance e importancia de la contribución de las economías emergentes, ausentes del G-8 pero que constituyen mayoría en el G-20. Es de esperarse que no se repita la penosa experiencia de 2011, tras el fin de semana estadunidense, cuando el G-20 se limitó a suscribir, sin enmienda o adición alguna, una declaración previa del G-8; es decir, cuando los débiles se limitaron a copiar el dictum de los poderosos, que ya ni siquiera lo son tanto.
En la declaración de Camp David lo importante son los énfasis y los matices. Por la insistencia de Hollande, secundado por Obama, el crecimiento y el empleo fueron colocados en primer término y se calificó de imperativa su promoción efectiva, ante la persistencia de factores que frenan la recuperación. En seguida, por presión sobre todo de Merkel, se reafirmó el compromiso con la consolidación fiscal. Hay que advertir, sin embargo, dos matices de importancia: una referencia a la necesidad de enfocar la consolidación fiscal en términos estructurales; es decir, subordinar el objetivo de equilibrio fiscal a las exigencias de la coyuntura económica, abriendo espacio para acciones de estímulo ante factores recesivos. El segundo matiz expresa el reconocimiento de que las medidas orientadas a fortalecer y revigorizar la actividad económica y enfrentar las tensiones financieras no pueden ser las mismas para todas las economías del G-8 y, por extensión, del G-20 o del conjunto de la comunidad internacional.
Esta admisión de la diversidad de situaciones y de la necesaria diversidad de respuestas de política parece debilitar, en la circunstancia presente, la tesis de alcanzar en todos los casos la restauración de los equilibrios fiscales y financieros mediante la austeridad, como señala el evangelio de Berlín, hasta ahora prácticamente inapelable. De cualquier manera, los matices de la declaración de Camp David dejan testimonio del cambio en los equilibrios prevalecientes que trajo consigo la victoria de Hollande en Francia.
Vistas así las cosas, podría afirmarse que la cumbre del G-8 fue una nueva manifestación de la tendencia a rectificar la orientación general de las políticas económicas en los países avanzados para permitir un espacio mayor a las opciones favorables al crecimiento y el empleo que se examinó en la anterior entrega de esta columna. Habrá que esperar a junio para ver si el G-20 se pronuncia en sentido similar, haciendo aún más clara la prioridad por el crecimiento y el empleo y, por ende, elevando su efectividad potencial, o si se produce, de nueva cuenta, una reacción favorable a privilegiar al sector financiero en desmedro de la economía real.
También debe subrayarse que la declaración de Camp David considera a la eurozona pieza indispensable de la recuperación y estabilidad globales y reconoce un interés colectivo en mantener la integridad de la unión monetaria y del euro, con la permanencia de Grecia. En vísperas de la cumbre informal de la Unión Europea, la noche del miércoles 23 en Bruselas, abundaron las expresiones a favor de la emisión de bonos europeos –instrumentos de deuda respaldados por el conjunto de la UE– para reducir, con el respaldo de todos, el costo del financiamiento de los países con posición financiera más débil. Dada la invariable oposición de Alemania, junto con la de República Checa y Dinamarca, no se esperaba un acuerdo a este respecto más allá de mantener bajo estudio una propuesta firmemente apoyada por Francia y respaldada por el FMI y la OCDE en declaraciones recientes. Sin embargo, se esperaban, para acomodar las posiciones favorables a la reactivación y el empleo –defendidas aparentemente en solitario por Hollande–, que se manifestara apoyo a un papel más activo del Banco Europeo de Inversiones y, quizá, del uso de parte de los recursos de los fondos de estabilización en el financiamiento de obras de infraestructura de alcance regional, que actuasen como estímulo al crecimiento y a la generación de puestos de trabajo. No se esperaba, en cambio, dado el carácter informal de la cumbre y su brevedad, que pudiera abordarse otra de las propuestas de Hollande: modificar el mandato del Banco Central Europeo, encargándolo, además de la estabilidad de precios, de la promoción del crecimiento y el empleo.
Hacia la estación de Los Cabos, el debate continúa.