os han sido las manidas muletillas con las que Peña Nieto enfrenta, de manera reiterada, situaciones embarazosas para sus crecidas ambiciones presidenciales. Me deslindo
es una, yo respeto
a los que me repudian, u oponen, es la otra. La primera la emplea ante las groseras evidencias de las complicidades que plagan a su partido, particularizado hasta con precisión escatológica, con los nombres y títulos de torvos personajes priístas. La segunda, el falso respeto, la usa para esquivar los efectos de las masivas protestas juveniles por su imposición como candidato televisivo. El desenlace de tan rudimentario bagaje argumentativo lo lleva a presentarse como abanderado de nuevo cuño, entreverado afirma, con las entrañas del viejo partido. Es, según su propio aprecio, ferviente afiliado al espíritu democrático que embarga a su camada temporal.
Para enfatizar su pertenencia a la nueva corriente, cita nombres de gobernadores que, como él, rondan los 45 años. Peña Nieto empareja tal hecho fortuito con actitudes y acciones que irradian legitimidad. Asume que ello los distanciará, de manera automática, de la caterva que ronda, que circunda los puestos clave del PRI. Toda una claque por todos conocida y, además, padecida. En lo tocante a su respeto por la disidencia recala, una y otra vez, en la pluralidad de la vida democrática que, según su narrativa, ya se enseñorea por el país que aspira a gobernar. Él, claro está, se presenta como un político sumergido, empapado en tan modernizante espíritu.
Lo cierto es que tanto edades o biografías de algunos recién encumbrados priístas no cambian, sino tal vez refuerza, casi por ósmosis, la acendrada cultura autoritaria y patrimonialista heredada de sus mayores. El discurso que Peña Nieto pronunció en días pasados ante el Consejo Político Nacional de su agrupación imprimió, de inmediato, grotesca contradicción entre sus palabras y los perfiles de la elite priísta ahí apoltronada. Exigir transparencia, honradez y sensibilidad social a casi la totalidad de los ahí convocados no pasa de ser un grito que se coagula al instante. Su credibilidad, entonces, termina, de notoria manera, arrumbada y sin posibilidad alguna de redención. Peña Nieto es, sin duda, un acabado producto de la petrificada escuela política del estado de México. Y de esa raigambre, aceitada por incontables años de trafiques con los haberes públicos y perfeccionada por caciques de renombre, se han nutrido tanto sus maneras, como los pocos conceptos y desmadejadas posturas que ahora presume.
La plataforma de apoyo a la candidatura del mexiquense está cimentada en las complicidades, en los negocios compartidos a la vera del poder. Muchos de esos priístas de los que intenta, en su alegato, diferenciarse, deslindarse, son beneficiarios directos del tráfico de influencias permanente, abusivo y depredador. Por eso propuso, desde el mero inicio de su bautizo como candidato, la modernización
de Pemex. Un eufemismo que implica, simplemente, llevar el contratismo hasta extremos que satisfagan la más rapaz de las codicias. El famoso entreverado generacional es tan profundo que resulta imposible predicarle algún beneficio. Los Eugenio Hernández de Tamaulipas, los Medina de Nuevo León, o los mandones actuales de Quintana Roo, Veracruz, Yucatán o Chihuahua, con edades similares a la suya, no destacan por su sentido justiciero o eficacia gestionaria. Con rapidez muestran sus reales talantes y, en especial, la trabazón de intereses que los aupó al estrellato. La lista, que él mismo adelantó como muestra de la renovación partidaria, debe completarse y recordar a esos otros que el PRI llevará a las cámaras como plurinominales: Romero Deschamps, (primero en la lista al Senado), acompañado de Emilio Gamboa (CNOP); Jorge E. González (niño del Verde) y Joel Ayala (FSTSE), o como diputado al impresentable porro Cuauhtémoc Gutiérrez, seudolíder de los pepenadores que asuela territorios del Distrito Federal. Y, como aderezo de ese cambio sin dependencias por Peña propalado, habría que enumerar también la larga lista de personeros, cuyo alias es la telebancada. Con ellos o para ellos habrá de mal gobernar si, en verdad, triunfa en las urnas.
El sustrato de rebeldía que ahora impregna amplios grupos sociales, tal y como lo expresa el estudiantado nacional, se alimenta con el fundado temor al cacareado retorno del PRI al poder. Se protesta por las descaradas maniobras para imponer, con el patrocinio cotidiano, larvado, encubierto, apabullante, de las televisoras al que es su favorito y seguro benefactor futuro. Los estudiantes y, con ellos, ese masivo, consciente y activo movimiento (Morena) que, desde la base misma de la sociedad, viene expresando su descontento con lo que sucede, van levantando enorme muralla opositora. Doce años de ineficaz fundamentalismo panista, precedido por los dos sexenios de priísmo corrupto, entreguista y autoritario es, simplemente, una opción intolerable.
La más cínica continuidad, revestida de cambio aparente, que pregona Peña Nieto en su propaganda, sería toda una catástrofe social, cultural y económica para México. No más imposiciones, menos aún tratándose de autodeclarados conservadores que usan caretas de plurales, de transformadores, de tolerantes, cuando, en realidad, nada hay en su pasado como gobernantes que avale esos presumidos talantes (ver artículo de M. Camacho. El Universal, 28/5) La lucha por el poder, qué duda cabe, se ha dinamizado y los días faltantes auguran vuelcos y trifulcas definitorias.