n los encuentros promovidos por el Movimiento por la Paz con Justicia la voz más importante ha sido la de las víctimas. Luego de ominosos años de opacidad y silencio, haber arrancado ese espacio de libertad es, sin duda, el mérito extraordinario de Javier Sicilia y quienes lo siguen en el empeño. Se puede decir con seguridad que la guerra contra la delincuencia organizada y sus trágicos resultados comenzó a verse y (a juzgarse) con ojos distintos a la luz de las acciones del movimiento, al que se sumaron opiniones institucionales tan respetables como las de la UNAM, fijando las coordenadas para una revisión puntual de las estrategias emprendidas hasta el momento.
Con oportunidad, inteligencia y realismo, el Movimiento por la Paz con Justicia comprendió que su deber era buscar soluciones que sólo la autoridad podía ofrecer. Sin ceder pero con responsabilidad, acudió a los diálogos, aprovechando el contexto de exigencia creado por la intensa movilización ciudadana de esos días. Hubo palabras duras para gobernantes y legisladores, cuya indiferencia comenzó a resquebrajarse. Muy importante fue que las autoridades federales, comenzando por el Presidente de la República, confrontaran de viva voz, sin artificios ni maquillajes, la verdad de las víctimas, contradiciendo sus deletéreas visiones estadísticas. La actividad del movimiento, además, mejoró la actividad legislativa al impulsar reformas avanzadas, o bien oponiéndose a la aprobación de fórmulas autoritarias a favor de la mano dura
pasando por encima de los derechos humanos.
Esta politización del movimiento en un sentido democrático profundo era inevitable. La exigencia de cambios en la estrategia gubernamental es inseparable del grado de descomposición que se refleja en el número y la crueldad de los asesinatos y la oleada depredadora que ahoga a millones de mexicanos. El problema nos afecta a todos y no se trata un asunto que se pueda reducir a la dimensión policiaca o militar que está involucrada. Pero la gran victoria política, insisto, fue darle la palabra a los familiares de tantos muertos y desaparecidos, a las madres de jóvenes asesinados y luego estigmatizados para aniquilarlos dos veces al enterrarlos sin nombre en la fosa común: allí estaba la otra cara de la violencia, la dimensión humana de la irracionalidad de un combate sin horizonte, que siguiendo los métodos de hoy no se puede ganar.
Sin embargo, reconociendo la justeza de sus objetivos, no hay unanimidad en cuanto a todos los planteamientos del movimiento: hay diferencias visibles en cuanto al entendimiento de las causas de la violencia y matices significativos sobre el papel de las fuerzas armadas y otros tópicos de calado que están en la agenda, pero el mayor desacuerdo está en la apreciación del significado que tiene en perspectiva la emergencia nacional en la que nos hallamos inmersos. Es un asunto complejo que implica la entera convivencia nacional y no sólo algunas políticas sectoriales. Para Sicilia y sus compañeros la paz no se conseguirá sin la previa (o simultánea) reconstitución del tejido social, lo cual pasa por hacer un cambio radical en las relaciones sociales, en las instituciones políticas, en el funcionamiento total del Estado, por no hablar de las conciencias y la moral de la ciudadanía. Asumiendo que se pretende un cambio estructural y no simples, aunque necesarios, ajustes a las posturas vigentes, el movimiento rechaza en bloque a la clase política
, pidiéndole –si quiere salvarse– que renuncie a todo objetivo particular, es decir partidista, para dar paso a una democracia de ciudadanos independientes
, a la sociedad civil como el sujeto de un cambio fundado en el interés común, en la unidad sobre las diferencias.
Esta contradicción, que en el fondo remite a la naturaleza del poder y la democracia, se hizo visible en el pasado encuentro con los candidatos a la Presidencia de la República, lo cuales fueron citados para un diálogo donde lo esencial era que éstos escucharan a las víctimas y a continuación expresaran sus ideas y compromisos con respecto al tema de la reunión. Sin duda, ese era un momento inmejorable para poner bajo el escrutinio de la sociedad las posiciones de cada cual, pero, por desgracia, las grandes expectativas esta vez no se cumplieron. Las intervenciones de Sicilia, impecables en otro escenario, desviaron la atención del encuentro que los voceros de las víctimas iban fijando con dolor y un increíble grado de madurez. La arremetida contra los candidatos (nada personal, diría) hizo parecer al poeta como un inquisidor dispuesto a no dejar títere con cabeza. Sus interlocutores ya eran culpables antes de oírlos por el solo hecho de sentarse en el banquillo, según la tesis de que basta pertenecer a la llamada clase política
para hacerse acreedor a la descalificación, tesis que con asegunes, dicho sea de paso, corre libremente como artículo de fe en los todopoderosos medios. Sicilia les dijo sus verdades
a los políticos a la espera de que éstos pidieran perdón por sus actos, dando por supuesto que ese era el lugar y el momento para hablar de cualquier tema. Los candidatos aguantaron vara, pero el diálogo dejó mucho que desear. Ante el curso que tomaba la disquisición de Sicilia, Andrés Manuel López Obrador rechazó que lo metieran en el mismo saco que a los demás invitados. Reaccionó con prudencia ante acusaciones desgastadas pero no aceptó el juego propuesto por Sicilia, exigiendo respeto a su posición personal, cuando es el único que plantea la transformación del modelo de sociedad que causa nuestra decadencia. Al día siguiente precisó: “No se vale que Javier Sicilia, quien encabeza el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad, use los términos de fascista y autoritario para dirigirse a mí… No, no se vale, ya está bien. No simpatizan con nosotros, tienen otra postura, eso se respeta, pero esos temas de autoritarismo y fascismo, no”. Y tiene razón. Sicilia tendrá sus motivos para no apoyar la candidatura de AMLO, lo cual es su derecho irrenunciable, pero está obligado a respetar la dignidad de las personas. Esperemos que estos desencuentros no conduzcan a dividir aún más la causa de la regeneración de México.