Deidad en el tejado
nas semanas atrás empezaron estos ruidos en el techo de casa. No puedo describirlos sino como un estruendo silencioso, aunque suene absurdo: una suerte de ventarrón deslizante y poroso, un elefante que arrastrara las patas envueltas en pantuflas, una presión fofa sublimada en ondas sonoras. No sentí temor, sino curiosidad y empecé a descartar posibles causas: no era un objeto inerte y liviano arrastrado por el viento ni el viento mismo; no era el estruendo infernal del granizo; no era el repique sordo y rápido de un caminar de gato; no era un pájaro extraviado que buscase refugio; no era el desastre de los infantes de Marina que hubieran equivocado su objetivo de guerra.
Tampoco iba a caer en la vulgaridad de atribuir esos sonidos misteriosos a seres extraterrestres; bastante tienen, los pobres, con todo lo que les achacan: que si construyeron las pirámides de Egipto y de Mesoamérica, que si ya tomaron el poder en la Casa Blanca, que si introdujeron en nuestra civilización inventos como el horno de microondas y las cerraduras de velcro, que si están tras el movimiento #YoSoy132. No. Aquel ruido, en suma, no podía ser de origen humano ni animal ni de cosa inanimada, y sólo quedaba una explicación para aquellos ruidos: se trataba de Dios.
Para poner las cosas en contexto, les cuento que hace un par de años decidí ahorrarme los costos de la impermeabilización e instalé sobre esta humilde casa de ustedes una gran cubierta de policarbonato. Con ello convertí la azotea en área habitable –es un decir, porque en estas épocas, con el invernadero plástico encima, eso se pone más candente que el desierto de Arizona–, gané conciertos de percusión a domicilio en los tiempos lluviosos y obtuve espacios luminosos y achicharrantes en buena parte del inmueble. Logré, también, habitar en una morada intrínsecamente ruidosa, debido al viento y las contracciones y expansiones generadas por los cambios de temperatura en el policarbonato mismo y en la estructura de hierro que lo sostiene.
En los meses transcurridos desde entonces he aprendido a identificar los sonidos con precisión y a no alarmarme con ninguno de ellos. Pero lo que se escucharon en semanas recientes no tiene explicación y, si mucho me apuran, tampoco tiene justificación, por más que digan que Él sabe lo que hace.
Todo coincide: se trató de una entidad que habita en el cielo, y entonces tiene lógica el que hubiese llegado a casa por el techo, porque no vamos a cometer la irreverencia teológica de imaginarlo emergiendo de la alcantarilla. Sus desplazamientos no fueron nunca azarosos, sino que seguían recorridos bien definidos e intencionales que coincidían con los que hacemos quienes habitamos debajo. Ocurrieron con cierta periodicidad, por lo general los lunes en la mañana, las madrugadas de jueves y las tardes de domingo.Y había algo de grandioso, de triste y de conmovedor en aquellos sonidos.
Lo primero que hice fue gritarle: ¡Oye, tú! ¿Eres Dios?
Pero no obtuve respuesta en lenguaje articulado, sino una secuencia de rebotes periódicos y fantasmales sobre el policarbonato. Fui a Wikipedia a consultar la clave Morse y el Código ASCII para ver si aquellos ruidos podían traducirse a letras, pero no; al menos en esos sistemas, no querían decir nada. De todos modos, cesaron muy pronto y no volvieron a repetirse sino hasta dos días después.
Razoné que si estaba hecho a nuestra imagen y semejanza, o al revés (me da igual, y no tengo prejuicios al respecto), tendría sentido del humor, y decidí jugarle una broma. Hace una semana, el miércoles pasado por la mañana, recorrí algunas viejas tlapalerías hasta que encontré en una de ellas una docena de trampas para ratones, de esas antiguallas de tabla, resorte y gancho para carnada. En un puesto callejero de accesorios para esotéricos compré unos colguijes de símbolos religiosos variopintos: una cruz, una media luna, una menorá, una serpiente emplumada, un teatragramaton, un triskel, un escarabajo, la representación de un mandala...
Provisto con esas adquisiciones, y encomendándome a Él para no romperme la crisma, coloqué una escalera, trepé dificultosamente hasta alcanzar la peligrosa superficie del jodido policarbonato y luego armé las trampas, poniendo como cebo en cada una de ellas uno de los símbolos sagrados. Con la misma precaución empeñada en el ascenso, bajé, retiré la escalera, ocupé mente y cuerpo en cosas más terrenales y me olvidé del asunto por el resto del día. En las brumas de la madrugada siguiente desperté de golpe por efecto de una vibración aguda y angustiosa que recorrió los muros de la casa durante segundos interminables. Aún entre sueños, supe que no se trataba de terremoto ni de fuga de gas ni del mofle descompuesto de un platillo volador. Ansioso y preocupado, me eché encima una bata, tomé una linterna, volví a poner la escalera y subí hacia el tejado, dispuesto a encontrarme cara a cara con Él. Pero sobre el policarbonato no había nadie, así que me puse a inspeccionar, a la luz de la linterna, las ratoneras.
En la quinta había un charquito de sangre y a un lado de la tabla, la tercera falange de un dedo meñique de pie derecho. Al lado del despojo estaba el signo sagrado –no diré cuál de ellos, porque me he propuesto guardar estricta imparcialidad en materia religiosa– con el que, horas antes, había cebado la trampa. No sin repugnancia, pero con remordimiento y compasión, recogí el pedazo de dedo, pero se volatilizó de inmediato entre los míos. La sangre debió de evaporarse al mismo tiempo porque cuando volví la vista hacia la trampa, ésta se encontraba limpia y seca.
Era claro que Dios ni siquiera se percató de mi broma estúpida y que había tropezado de manera accidental con una de las ratoneras. Lamenté profundamente mi insensibilidad y me maldije a mí mismo por haber causado daño a una pobre entidad que acaso se refugió en mi tejado para descansar su agotamiento y que, a lo largo de los crones y los eones, no sólo había perdido el sentido del humor, sino acaso también el de la vista.
Con ese penoso episodio cesaron de tajo los ruidos extraños. Acaso Él encontró otro techo para curar su mutilación y para quejarse con sonidos sordos por la duración inmisericorde y desmesurada de la eternidad. Han pasado ya unos días y no puedo sacármelo de la cabeza: por ahí ha de andar, vagando y tropezando entre sus criaturas o entre sus creadores; ¿ya les había dicho que me da igual, y que no tengo prejuicios al respecto? Seamos lo que seamos, da la impresión de que nuestros designios Le resultan inescrutables.
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