Opinión
Ver día anteriorDomingo 17 de junio de 2012Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Mar de Historias

Posdata

E

n cuanto baja del trolebús, Victoria distingue la fila ante las oficinas de Registro y Aclaraciones. La encuentra más larga que otras veces. Lo atribuye a que cada día aumenta el número de personas necesitadas de ayuda y a que los empleados que atienden las ventanillas son menos cuidadosos. De no ser porque una secretaria alteró su nombre –escribió Virginia en lugar de Victoria– ella no habría tenido que viajar en medio del calor desde Churubusco hasta el centro de la ciudad.

Molesta por el tiempo de espera que la aguarda, Victoria corre a formarse. El sitio que le toca coincide con la entrada a la única imprenta de esa calle. Le fascina porque le recuerda otra idéntica que estaba cerca de su casa. Cuando era niña iba allí para recoger sobrantes de papel con los que su padre le construía barcos que luego navegaban en una tina de agua. En su ruta hacia puertos imaginarios que pronto perdían la estabilidad y quedaban convertidos en simples papeles amorfos. Verlos le producía un malestar indefinible: el mismo que ahora siente cuando alguna de sus expectativas fracasa.

II

La fila no avanza. Desde que Victoria llegó han transcurrido 20 minutos. Se lo indica el reloj de la imprenta y el hombre que va delante de ella y a cada momento abandona la formación para exclamar: Ya pasaron más de 20 minutos y seguimos parados. ¿Por qué? Lo único que logra es que los solicitantes que lo anteceden se vuelvan y lo miren con burla. Ese gesto acrecienta la irritación del hombre que, sin dirigirse a nadie en particular, enfatiza su queja: Esta demora es un crimen, un auténtico crimen. Victoria no puede menos que reír ante la expresión. El desconocido, al oírla, gira hacia ella: ¿Le parece gracioso que nos tengan aquí sin importarles que perdamos el poco tiempo de vida que nos queda?

Conforme pronuncia las últimas palabras, su ira se disuelve en un gesto de sorpresa, incredulidad y por fin de una alegría que abrillanta sus ojos azules: ¿Victoria? Como respuesta, ella pronuncia su nombre: ¿Gonzalo? Él asiente. No dicen más. Concentran su atención en reconstruirse, en devolver a sus facciones los rasgos infantiles que tenían cuando dejaron de verse. ¿Cuántos años hace? Todos, dice Victoria con un involuntario tono de lamentación.

En silencio cuantifican la palabra todos y siguen mirándose hasta que ambos estallan en una carcajada que disminuye su incomodidad y los anima a hablar. Lo hacen al unísono y emplean la misma frase: Nunca pensé... Vuelven a reír. La coincidencia de términos los reconcilia y acorta la distancia que los mantuvo separados. Caminen por favor, dice una mujer que acaba de formarse.

Van en la fila uno al lado del otro. Mientras avanzan se explican los motivos que los llevaron hasta esa oficina: Gonzalo perdió su credencial y viene a que se la repongan; Victoria para que corrijan su nombre. Ávila Torres Victoria, murmura él. ¿Te acuerdas de mi nombre completo? Gonzalo la mira de reojo: Y cómo no, si sólo de oírlo cuando la maestra nos pasaba lista el corazón me latía a toda velocidad. Tan exagerado como siempre. Yo no, mi corazón. Cuéntame de ti.

Victoria baja la cabeza: La situación económica en la casa se complicó. Interrumpí la secundaria y estudié comercio. No me gustó y lo dejé. Me puse a trabajar. Fui cajera en un restorán, secretaria en una oficina de bienes raíces y dependienta en una librería. Me casé. Tuve tres hijos. Hace ocho años perdí a mi marido. A cambio de esa pena tengo la dicha de ser abuela de cuatro nietos. Son lindísimos. Te enseñaría sus retratos pero los dejé en mi otra bolsa. ¿Y tú?

La expresión de Gonzalo se reconcentra: Terminé la carrera de leyes, la ejercí en el despacho de uno de mis maestros. Me casé en Guadalajara. Mi mujer se llama Obdulia. Nos mudamos acá cuando nació nuestro segundo hijo. Vive en Cancún y el mayor aquí, pero es como si viviera en Marte: nunca lo vemos. ¿Eres abuelo? No, y lo lamento, sobre todo desde que Obdulia está inmovilizada. En septiembre se cayó de la escalera. Aún no puede caminar y no es seguro que lo consiga. Ver niños a su alrededor la alegraría. Lo siento, dice Victoria. La mujer que va detrás les pide que avancen.

III

Victoria se arrepiente de haberle preguntado a Gonzalo acerca de su vida. Mientras lo oía recordó los barcos de papel deshaciéndose en la tina. La imagen le sugiere otra: Gonzalo: ¿te acuerdas de la fuente que había en el patio de la escuela? Sí, y también del fresno en donde grabé nuestras iniciales. Hoy eso sería un crimen ecológico, pero entonces significaba una prueba de amor y una forma de notificarle a tus pretendientes que eras mi novia.

Virginia se crece por el halago: ¿Cuáles pretendientes? Gonzalo se detiene y la mira de frente: “¿Te digo sus nombres? Ahí te van: Rodolfo, Efrén, El Caballo Mercado, uno al que le decíamos La Chicharra y aparte El Conejo Robles, aquel güerillo y dientón que se moría por ti”.

Ah, sí, pobre. Con él me mandabas cartitas. Fuiste cruel. “A lo mejor, pero sirvió para hacerle entender que lo nuestro –lo tuyo y lo mío– iba muy en serio”. Cómo, si éramos dos escuincles de 11 años. Perdóname: yo apenas iba a cumplirlos. Eres mayor que yo. Tres meses nada más. Un mes en una niña equivale a un año de experiencia. No sabes cuánto me impresionabas por tu forma de hablar, de moverte, por tus trenzas. Eran bonitas. Mucho. Cuando salimos de sexto y te dije que me iría con mis papás a vivir a Guadalajara te pedí un mechón de pelo. Iba a regresártelo cuando volviera para casarme contigo. En serio, pensaba hacerlo apenas me recibiera de abogado. Pero no lo hiciste. A lo mejor porque me negaste el mechón.

Los interrumpe una voz impersonal: El que sigue, pase a la ventanilla dos. Victoria se sobresalta: te están llamando. Gonzalo se disculpa por no cederle el turno: Dejé sola a Obdulia. Entiendo, no te preocupes. No sabes cuánto gusto me dio verte. Espero que volvamos a encontrarnos, dice Gonzalo cuando estrecha la mano de su amiga. De seguro. Vengo muy seguido, afirma Victoria, que lo ve alejarse.

IV

Mientras la empleada revisa sus papeles, Victoria piensa en Gonzalo. Le gusta que él haya conservado el pelo y el brillo de los ojos que la hacían soñar, inclusive después de que su madre la obligó a comprender que su noviazgo había sido cosas de niños. Aturdida escucha una última indicación. Para hacerle el cambio necesito que traiga el acta original y no una copia fotostática.

Entonces, ¿cuándo vuelvo? Cuando guste, pero con el original. Victoria sale a la calle caminando de prisa, asustada de las sensaciones que siguen provocándole su encuentro con Gonzalo. “Ojitos, le decían mis compañeras de escuela”. Acelera el paso un poco más. Llega a la imprenta. Se detiene y mira en una cartulina los servicios que brinda: Invitaciones para primera comunión, quince años, bodas. Interrumpe la lectura cuando oye a sus espaldas la voz de Gonzalo. ¿Por qué estás aquí? ¿Pasa algo? Nada. Iba a subirme a un taxi cuando te vi y pensé en decirte que si nos hubiéramos casado, este año estaríamos celebrando nuestras bodas de oro.

Victoria no dice nada ni intenta detenerlo cuando él vuelve a alejarse.