erlín. A la noche siguiente de la presentación de Herbert Blomstedt dirigiendo la Missa solemnis de Beethoven ante la Filarmónica de Berlín, la incomparable sala de conciertos que es la Philharmonie de esta ciudad recibió a una orquesta huésped, la Staatskapelle Berlin (Orquesta Estatal de Berlín sería una traducción funcional) para un concierto con un programa más atractivo y, finalmente, más satisfactorio: Mozart y Bruckner, una combinación muy efectiva y bastante usual en las salas de concierto. De hecho, recuerdo que uno de mis primeros conciertos grandes (enorme, a decir verdad), allá por el lejano 1974, fue Mozart y Bruckner con la Sinfónica de Londres, en el Royal Festival Hall de la capital británica, con Stephen Bishop al piano y el legendario Eugen Jochum dirigiendo la Sinfonía Romántica.
Aquí en Berlín, la oferta musical fue igualmente atractiva, en buena medida por la presencia de Daniel Barenboim como pianista y director. Sin duda, asistir a una presentación de Barenboim es algo más que un simple asunto musical, debido a su controvertido activismo político-social en el contexto del conflicto entre israelíes y palestinos. Si de algo puede alardear Daniel Barenboim es de que a nadie deja indiferente. O se le ama o se le odia. Así como hay quienes discrepan de su postura política, pero lo admiran como músico, hay quienes descalifican tajantemente su trabajo como pianista y director, debido precisamente a sus posturas políticas. Barenboim me parece un artista admirable, porque ahí donde tantos y tantos colegas suyos se dedican solamente a su piano y su batuta, ajenos e indiferentes a las tribulaciones del mundo que los rodea, él se ha involucrado cabalmente con sus creencias, sus causas y sus convicciones. El caso es que la prolongada y cálida ovación con la que Barenboim fue recibido aquí por el público de la Philharmonie queda como prueba fehaciente de que se le reconoce y se le aprecia doblemente, por sus cualidades como músico y por su activismo político y social plenamente comprometido.
Para iniciar, el Concierto No. 20 de Mozart, en mi opinión el mejor de los 27 del músico salzburgués. La relación estrecha de Barenboim con la música de Beethoven (en particular las sonatas para piano) permitiría suponer que algo del estilo beethoveniano podría filtrarse en su interpretación de Mozart, y así fue, particularmente en la cadenza del tercer movimiento de la obra y en algunos ornamentos poseedores de cierta modernidad. Por lo demás, un Mozart muy pulido y diáfano, con la cuerda reducida, los arcos reticentes, las embocaduras flexibles, casi suaves, sin llegar del todo a la interpretación de estilo dieciochesco. Después de su límpido y energético Mozart, Barenboim regaló una ejecución bellísima de Schubert, plena de lejanía, nostalgia y anhelo.
Para la segunda parte del programa, Barenboim supo sacar el máximo provecho del potente rugir del registro grave de la Staatskapelle Berlin y, a lo largo de toda la Sexta sinfonía, se abstuvo sabiamente de caer en la engañosa modernidad
que decreta a un Bruckner vertiginoso que nunca lo fue, no lo es y nunca lo será. Es decir, Barenboim ejerció un férreo control sobre el tempo de cada movimiento y cada sección de la obra. Por ejemplo: dirigió el Adagio tan adagio como es posible hacerlo, sin desarmarlo ni desarticularlo. Al Scherzo, extraño movimiento que es como un rompecabezas en vías de conjuntarse, le dio también el impulso perfecto y el contraste ideal entre las secciones exteriores y el trío central. En los movimientos primero y cuarto, entre otras virtudes, el director propuso una lúcida y paciente construcción, a base de tensiones y distensiones, de cada clímax y cada resolución. En suma, de las manos de Barenboim surgió una Sexta de Bruckner sólida y de una pieza, como muro de granito salpicado de las vetas iridiscentes de los alientos y los metales de una orquesta de primer nivel, con la complicidad ideal de las condiciones acústicas incomparables de la Philharmonie de Berlín. ¿Qué más se puede pedir?