Opinión
Ver día anteriorDomingo 15 de julio de 2012Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Los modernos: los de entonces y los de ahora
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no puede entender la prisa que acosa a los posibles ganadores para que el resto de los contendientes acepten su derrota y, de ser posible, se sumen al festejo. Lo que no resulta tan sencillo es darle a esa prisa una racionalidad política consistente con los procedimientos establecidos por la ley para concluir la justa electoral. Menos aún cuando se trata de una disputa presidencial tan cerrada que, además, ha tenido lugar en un contexto social y político tan complicado.

Llevamos pocos años de vivir la pluralidad política y la competencia por el poder que se deriva de ella. No hay precedentes duros ni tendencias que merezcan tal apelativo. No olvidemos que las elecciones fundadoras de este formato tuvieron lugar al calor de un accidentado proceso de sucesión dentro del partido casi único pero que, al final de cuentas, dieron el aldabonazo final al sistema de poder, inclusión y exclusión que el país heredó de la Revolución y las cruentas guerras intestinas que le siguieron.

Si bien se recuerda, México y su Revolución no encontraron un equilibrio bueno y más o menos estable sino bien entrados los años 30 del siglo pasado, cuando el presidente y general Lázaro Cárdenas encabezó una formidable onda de inclusión social mediante sus reformas sociales redistributivas y su reforma económica nacionalizadora, fuente indiscutible de una expansión industrial que duraría 40 años.

Por más que se ha hecho, las reformas de mercado de fin de siglo no acabaron con algunos de los tejidos fundamentales de la formas productivas y distributivas que aquel ciclo histórico nos legara. La apertura a la competencia externa cambió muchas cosas: nos volvimos grandes exportadores de bienes industriales y dejamos de depender del petróleo para obtener divisas; el norte de México dejó de ser el desierto para volverse el gran matraz de culturas locales y regionales que su transformación productiva indujo, para bien y para mal. Y la actitud de muchos hombres y mujeres empezó a moldearse por los criterios y valores de la empresa, como la ganancia o la competencia, una visión más o menos internacional aunque realmente poco global y un lenguaje penetrado por los enormes saltos propiciados por la revolución mundial de las comunicaciones.

Con eso basta a algunos para sentirse modernos de una vez y para siempre y, como la realidad de conjunto no se compadece de ello, para reinventarla edulcorando magnitudes indeseables como la pobreza y la desigualdad, o festejando procesos inconclusos y azarosos como el acenso y consolidación de las clases medias. La razón crea monstruos, decía Goya, y la razón modernista impostada los reproduce hasta lo grotesco, podría añadirse.

Es de estos monstruos que la izquierda ha hablado hasta el cansancio, no para negar las otras dimensiones de la estructura socioeconómica que resumen las mudanzas mencionadas, sino para insistir en que el contraste y la distancia nos definen. Que no constituyen una excepción o un resabio de la gran transformación intentada en los poco gloriosos 30 años con que México cerró el siglo XX.

Pedirle a la izquierda que sea moderna lleva a lamentables equívocos, porque esa modernidad no puede querer decir disposición sumisa a resultados políticos no concluidos, o la aceptación pasiva de resultados sociales indeseables e inaceptables desde una mirada ética que forma parte de la cultura occidental, liberal y moderna. No es por ahí por donde un pretendido centro podrá reconstituir los términos de un acuerdo nacional, que en lo fundamental abra la puerta para nuevos y necesarios consensos sin los cuales la inestabilidad social que subyace al conflicto por el poder pronto puede volverse fuerza activa de trastorno y no de transformación.

Poner contra la esquina al movimiento progresista para que escoja entre los apocalípticos y los integrados de que alguna vez hablara Eco, no fomenta esa pretendida reconversión, como en poco ayuda sacar el fantasma del populismo cada vez que las masas grandes o chicas del país deciden ponerse en movimiento para reclamar, protestar y hasta proponer, como venturosamente lo han hecho en esta campaña presidencial.

El debate nacional no va por ahí, e insistir en esa dicotomía puede resultar grotesco. Confundir el respeto a las instituciones con la rendición anticipada a sus deliberaciones no redunda en su fortalecimiento sino en su debilidad. E igual cosa puede decirse de algunas de las reformas que tanto necesitamos, cuya realización puede llevarnos a situaciones de enfrentamiento y desgaste injustificadas y contraproducentes.

Lo que necesita el país para crecer e iniciar una nueva ola de expansión económica y social no es debilitar al Estado, ni acabar con las precarias defensas y mecanismos de protección de que todavía disponen los trabajadores, sino lo contrario.

Fortalecer el espacio público no pasa por la asociación público-privada para hacer y administrar cárceles u hospitales, sino por la ampliación efectiva del Estado fiscal y su capacidad de recaudación y gasto. No implica, en ningún caso, renunciar al control nacional de la renta petrolera sino su profundización, para liberar a la industria petrolera nacional de una exacción fiscal abusiva y destructiva de un recurso no renovable.

Entonces sí que podríamos hablar de lo fundamental, que tiene que ver con el inicio de una nueva jornada de inclusión social que ha de empezar por los jóvenes que no se ocupan y no encuentran más opción que la fuga o el ingreso al ejército delincuencial de reserva, que el cambio estructural no diluyó sino contribuyó a agrandar.

Los modernos están del lado de la razón, pero no se resignan a su aspecto instrumental, sino que insisten en la posibilidad de gestar, de nuevo, una racionalidad histórica, como lo hizo aquí Cárdenas y allá Roosevelt y más allá los suecos que (re) inventaron la socialdemocracia. Siempre por la vía pacífica, del derecho y la movilización, nunca por la de la rendición a una evidencia precaria y tambaleante.