onvertido hoy en un largo playground acuático para niños y adultos (categorías bien distintas), el río Ruso de California, en el condado de Sonoma, sale a mar abierto en Jenner, donde los bancos del río sirven de playa. El océano en todo su poder choca contra los farallones y los islotes de roca con furia ancestral. Hay fiereza en el viento y ni una nube en el azul de un cielo estremecedoramente nítido. Quince kilómetros al norte, la Compañía Ruso- Americana estableció hace 200 años una frontera de hecho del imperio ruso con Nueva España: el fuerte Ross. Allá fuimos a dar el Chico y yo un día este verano.
La carretera Uno de California, algo así como la libre
de la costa oeste de Estados Unidos, bordea el mar y nunca es recomendable si uno tiene prisa. Para eso hay autopistas. Pero de Big Sur a Oregon es una ruta espectacular. Entroncamos en ella con el súbito golpe de ojo del Pacífico en toda su inmensidad y fuimos costeando hacia Fort Ross, hoy museo de sí mismo. Debía ser lunes, pues lo encontramos cerrado. Ni un alma a la redonda salvo un motociclista en armadura de cuero negro quitándose el yelmo al pie de tremenda Harley Davison. Una pluma de hierro sin cerca, más bien simbólica, vedaba el acceso. Le hicimos plática.
¿Abren hoy? ¿Podremos entrar, o sería trespassing (un delito gacho en el Gabacho)? Lo mismo me pregunto yo, dijo el motociclista sin moverse. Caminamos hacia el fuerte y el mar dejando atrás al dubitativo biker, escudados en que el Chico es suficientemente chico como para argumentar inocencia en caso necesario. Encontramos dos patrullas de policía. Vacías.
Viendo que nadie nos disparaba ni arrestaba, el biker finalmente nos siguió sobre el pastizal. El Chico me venía diciendo ese cuate es ruso. ¿Cómo sabes? Por el acento, dijo; conoce muchos rusos, les sabe el tono. Disminuimos el paso para que nos alcanzara, y en improbable trío recorrimos el sitio digamos que arqueológico, donde una barda altísima de madera rodea las casas del fuerte, algunas caballerizas, una iglesia de rito ortodoxo y un solitario cañón pequeño, casi ridículo.
La fortificación original fue destruida por el terremoto de 1906, al igual que la ciudad de San Francisco, unos 120 kilómetros al sur. O sea que bajo nuestros pies pasaba la temible Falla de San Andrés. Reconstruido fiel al original con fines recreativos, el emplazamiento revela sensatez militar. Desde un promontorio inexpugnable domina el sur de la bahía Bodega, con cerros detrás. Por lo demás, recuerda en versión simplificada al fuerte de Rin Tin Tín.
Hacia el norte se extiende Bodega, la bahía que los rusos llamaron Rumatisiev. Cuando llegaron aquí a principios del siglo XIX, tejieron una alianza onda tlaxcalteca con los miwok, pobladores del área que querían librarse del vecino imperio borbónico. Los colonos eslavos y germanos construyen ahí los primeros molinos de viento de California y el primer astillero. Fundan Sebastopol y les venden armas a los mexicanos, que no sabrán aprovecharlas cuando las necesiten.
Bodega Bay ganó siniestra celebridad el siglo pasado como escenario de Los pájaros, de Alfred Hitchkock (1963); es el lugar donde la pobre Tippi Hedren es hostigada por unas parvadas malignas que prefiguran el hostigamiento sexual y laboral a que la sometería el cineasta por el resto de su vida. Y más creció la fama creepy de Bodega Bay cuando John Carpenter, aprovechando las densas neblinas que se dan en estas costas, rodó la angustiante The Fog, en 1980.
El motociclista, con el rostro bien asoleado, dijo venir de San Petersburgo, donde es un próspero programador. Viajó a Los Ángeles a un congreso de su especialidad, compró una Harley del año y se tiró a la Uno para visitar este hito de sus antepasados. Nos contaba de la popularísima ópera rock Juno y Avos, que sucede por acá, cuando en una hondonada topamos con el cementerio. Abonan ese suelo unos 200 colonos y militares rusos. El biker sanpetersburgués se detuvo y guardó un minuto de silencio. El Chico y yo nos adelantamos y dimos vuelta en la siguiente esquina del muro de pino rojo para orinar.
Cuando nuestro norte era su sur, la Rusia Americana abdicó ésta frontera en 1841 (aunque en los hechos ocurriera antes), mas en las tres décadas que duró su presencia, la arrogancia imperial zarista tuvo oportunidad de padecer los modos políticos del gobierno mexicano, que como se sabe en esos años era un desmadre. Digamos que nadie estaba en condiciones de darse cuenta en 1836, cuando llegó a la ciudad de México una delegación diplomática del zar Nicolás I, de que aquel uno de los primeros contactos políticos con la Ilustración, vía la Rusia semifeudal. Ya en 1818, el gran naturalista franco alemán Adalbert von Chamisso había participado en una expedición científica rusa a bordo del buque Rurik, dándose el tiempo de estudiar las especies de la costa californiana y realizar descubrimientos importantes en latitudes que Humboldt no alcanzó.