a política se encargó de que algunos temas fundamentales pasaran al archivo muerto de nuestros descuidos históricos. Uno de estos pendientes es el de la desigualdad inicua que caracteriza nuestra vida moderna y marca como hierro nuestra convivencia.
El cambio verdadero postulado por la izquierda encabezada por Andrés Manuel López Obrador, puso en segundo término su valiosa consigna de que por el bien de todos están primero los pobres, pero ahí estuvieron muchos de estos votando por su candidato hasta causar pánico en las filas del conservadurismo y la reacción. Pero el tema no estuvo en el juego de la retórica democrática y los otros partidos y candidatos prefirieron darlo por sabido. Nos dedicamos a la política normal de supuestos iguales, cuando el escenario sigue manchado por la irregularidad social, la inseguridad patente y el abuso del poder cuando quiera que se puede o se supone que se debe, como es el caso del presidente Calderón, cuyos usos y costumbres de despedida del cargo rayan en el exceso obsequioso o el desplante bravero de otros tiempos.
Otras voces y otros ámbitos, decía Truman Capote, pero no es nuestro beneficio. Por alguna razón que los sicólogos dilucidarán a destiempo, la sociedad mexicana abierta y global de esta época es a la vez una comunidad omisa y olvidadiza que, como las buenas familias de otros y pasados tiempos, opta por el silencio sobre las cuestiones fundamentales. Las buenas conciencias de Carlos Fuentes reclaman sus fueros como si no hubiéramos crecido y cruzado el mundo de la posmodernidad derrochando recursos básicos que ahora se ponen a la venta sin pudor ni recato, como prueba de madurez o mayoría de edad.
Los senderos de la modernidad mexicana se han cruzado pero no anuncian la llegada pronta a una nueva grandeza, de la que Novo o Balbuena pudieran enorgullecerse. Lo que parece ofrecerse es la medianía, cuando el tamaño de la sociedad y, a pesar de todo, de su economía, no puede sino demandar desarrollo en grandes números para por lo menos seguir en pos del progreso y el bienestar que postularan los antiguos como meta nacional compartida. En estas estamos y decepcionantemente la democracia, con sus mitos y ritos, parece empeñada en convertirlos en dogma del quehacer nacional y hasta popular.
El reto de este momento, signado por el cambio de los poderes y el ascenso y descenso de las elites gobernantes, no puede ser otro que el de superar la pobreza de masas y avanzar civilizadamente en el camino de la igualdad. Para eso y no para otra cosa es que los modernos inventaron la democracia y sus seguidores la convirtieron en máquina distribuidora de bienes, ingresos y oportunidades. Después de aquella revolución de la madrugada
de la que hablara Gilly y Rafael Galván buscara actualizar con la lucha organizada de los trabajadores, lo que le queda a los mexicanos de la globalidad es ajustar los cinturones para un vuelo incierto de modernización, desarrollo e igualitarismo.
Ojalá que la izquierda que nos queda se ponga las pilas pronto y se arriesgue a dibujar un nuevo curso y un discurso acorde con sus tradiciones más valiosas. Sería la mejor manera de volver a exigir un lugar de honor en el mundo que dolorosamente se gesta al calor de tanta crisis y tanta hipocresía. Nos guste o no, ese es el camino a andar en este verano del descontento general.