uviste un hombre que te procreó, pero no un padre. Al igual que muchos fuiste criado por mujeres solidarias, que se acompañaron para enfrentar las desventajas que la vida le puso a quienes llegaban de pueblos lejanos y empobrecidos a la ciudad de México.
Innumerables ocasiones me contaste las tareas domésticas que debías realizar en las madrugadas, antes de irte a la escuela donde, decías con orgullo, no solamente aprendiste a leer y a escribir, sino también el oficio de impresor: el Centro Escolar Revolución. Ahí comenzaste y concluiste tu escolarización, ya que al terminar el sexto de primaria debiste iniciar tu larga vida laboral.
Te gustaba hacer deporte, correr los sábados, acompañado de tus sobrinos para los que fuiste un muy joven padre cuando tu hermana Amalia se quedó viuda y con seis hijos. Después de que tú conseguiste empleo en la legendaria Editorial Novaro, abriste el camino para que paulatinamente los sobrinos/hijos mayores ingresaran a laborar en esa empresa.
Hay una fotografía tuya, antes de casarte, sobre la que te pregunté en distintas ocasiones. En la imagen fuiste captado vestido elegantemente, con atuendo de pachuco, y peinado de forma impecable. Deambulas por la avenida San Juan de Letrán, esa en la que los fotógrafos oprimían una y otra vez el botón de sus cámaras para tomar fotos que después ofrecían a los transeúntes fijados en las imágenes.
Hiciste del trabajo, la honradez y el respeto a los demás principios que normaron tu vida. Por personas como tú, que contribuyen al país de manera anónima, pero sumamente valiosa, con la integridad cotidiana es que México subsiste a pesar de tanta depredación de los políticos que medran con el presupuesto público y hacen de la corrupción la columna vertebral de su conducta. Tendría yo unos seis años, cuando acompañado de un hermano menor, Pedro, quisimos hacerle al alemán Walter (a quien todo el barrio veía con cierta extrañeza por vivir en la modesta colonia Obrera) una jugarreta que bien sabíamos le hacían seguido otros niños del vecindario. Quién sabe cómo supiste que le aplicamos a Walter la técnica de pedirle algún dulce localizado en un rincón del mostrador, para lo que era necesario agacharse, mientras uno de nosotros tomaba golosinas del anaquel superior sin que el buen y bonachón alemán se diera cuenta. Hiciste que fuéramos a devolverle lo sustraído a don Walter, en mi casa no quiero rateros, nos dijiste, y que le ofreciéramos disculpas por nuestra acción. Ante lo que nosotros creíamos era una travesura, tú fuiste implacable y sin ambages nos reiteraste que eso era un robo.
Sin querer me brindaste la maravillosa oportunidad de ingresar al mundo de la lectura por mero gusto. Cada quincena en la Editorial Novaro te daban un paquete con cómics y cuentos. El envoltorio contenía ejemplares de Batman, Superman, Periquita, Lorenzo y Pepita, Archie, Fantomas, El Llanero Solitario, Joyas de la mitología, La pequeña Lulú, Sherlock Holmes, Tarzán, Tom y Jerry, entre muchos otros. Después de leer y releer dichos cómics, sobre todo Fantomas, no me quedaba de otra, para en cierta manera saciar mi hambre de nuevas lecturas, sino, con cierta reticencia, recorrer las páginas de Susy, secretos del corazón. Hoy deseo que algunos ejemplares hayan quedado entre tus pertenencias, para con nuevos ojos volver a las letras e imágenes que me llevaron a ser lector consuetudinario.
Me llevaste a múltiples funciones nocturnas, junto con tu esposa y mi madre, al teatro Blanquita. Allí, sentados en las últimas filas de ese recinto, vimos y escuchamos a Celia Cruz, Bienvenido Granda (a quien llamaba mi abuelito porque tú tenías un bigote como el suyo), Daniel Santos, la Sonora Santanera, Dámaso Pérez Prado, Resortes, Celio González, Linda Vera, Mike Laure y los insólitos Xochimilcas. A mí me fascinaban estos últimos, sobre todo su interpretación del danzón Juárez. La genialidad de quien tocaba el tololoche (un poco más pequeño que el contrabajo), apodado el Glostora, me hacía reír gozosamente.
Al salir del Blanquita, después de la medianoche, caminábamos por San Juan de Letrán, para cenar en Caldos Zenón. Pedíamos caldo de pollo con mollejas, porque no alcanzaba para más, y que para mí era un manjar. Otras veces elegías Los Churros del Moro.
Una de las experiencias más fascinantes fue cuando a tus tres primeros hijos, esposa y los sobrinos para quienes fuiste amada figura paterna, nos llevaste de vacaciones para conocer el mar. Quedó fijada para siempre en mi mente y corazón cuando desde una ventana del autobús, al amanecer, vi el océano Pacífico, una parte de él, al llegar al puerto de Acapulco. Nos hospedamos en un hotel muy económico, pero que yo consideré entonces casi un palacio. Por todas partes sonaba un éxito del momento, la canción de Tiburón, tiburón, interpretada por Mike Laure. Años después un amigo poeta me ayudaría para entender el significado emocional de ese viaje, cuando ante un hecho similar él escribió que al ver el mar se le llenaron los ojos de agua.
Tantos momentos vividos contigo no pueden ser resumidos en las pocas líneas de que aquí dispongo. Nada más agrego que por tu indoblegable esfuerzo pude continuar mis estudios hasta llegar al nivel universitario. Siempre estabas atento a que no me faltaran los libros, me solicitabas la lista de ellos y más o menos cuánto significaban en pesos.
Gabriel García Márquez escribió que al final de todo él era hijo del telegrafista de Aracataca. Yo también tengo bien atesorado mi origen, soy hijo de un sencillo y siempre esforzado impresor y vendedor en un tianguis. Al final, en tu cama del hospital, te leí el Salmo 23 y te dije que tu esposa de tantas décadas estaba bien y amorosamente cuidada. Algo de todo esto, y más, expresé junto al féretro de mi padre, ese cajón metálico que contenía su cuerpo inerte, pero definitivamente nunca su fructífera y entregada vida.