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No soy modelo de nada

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ilberto disfruta mucho cuando le hago sexo oral y en cierto modo se complementa con Ramón, quien no se cansa de hacérmelo a mí. Gaspar es poco carnal y muy afectivo. Nos dedicamos sobre todo a mirarnos y acariciarnos y pocas veces llegamos más allá, pero su compañía es muy gratificante. A Claudio lo que más le gusta es terminar sobre mi vientre y casi nunca se queda a dormir. Luis Eduardo prefiere verme gozar y por lo general se guarda el orgasmo propio. Con Tona lo habitual es que ambos disfrutemos de penetraciones largas y pausadas que en más de una ocasión han durado toda la noche. Santiago se pasa de imaginativo y siempre que lo veo me pide que practiquemos analidades, oralidades, manualidades y hasta electricidades que pueden ser muy intensas pero que igual pueden resultar en un fiasco o en secuelas dolorosas; por eso lo veo poco. Esos son, por ahora, mis amantes fijos. Con mis otros amigos he tenido sexo esporádico o por una sola ocasión, pero con la mayoría mantengo relaciones basadas en el afecto espiritual y en las afinidades intelectuales.

Así es, en resumen, mi vida sexual. A veces me miro en el espejo, contemplo mis arrugas y mis canas, las contrasto con la intensidad de mi vida erótica y me pregunto si no hay en mí cierto componente vampiresco o caníbal. Y es que en mi cama casi nunca falta un cuerpo, así como nunca falta comida en mi plato. Cuando llega a faltar es porque me da la gana dormir en soledad, con el tronco colocado en el centro del colchón y las extremidades formando una gran equis hacia las esquinas. Me digo que estoy a punto de cumplir 74 años, que aún me quedan muchos cuadros por pintar, que no debo dedicar tanta energía ni tanto tiempo a los encuentros amatorios y que ese trajín no es de Dios. Llego a sentirme culpable al pensar que mis dos nietos requieren de un poco más de mi tiempo. Pero esos reproches son posturas ajenas que asumo como propias cuando me encuentran descuidada y no permanecen durante mucho tiempo en mi cabeza. La verdad es que estoy a gusto con mi sexualidad y que con ella no me hago daño ni se lo hago a nadie; por el contrario, las comuniones corporales me renuevan y los orgasmos, tanto los propios como los ajenos, me cargan de energía. Me dedico a lo que me gusta, mi vida profesional me produce una gran satisfacción y la descuido poco; a fin de cuentas, sólo un ser muy maniático puede evitar ciertas negligencias ocasionales.

Con mis amistades prefiero no hablar de estas cosas porque cuando lo he hecho se han sentido un tanto perturbadas. A Clelia la conozco desde la secundaria y aunque hace mucho que dejamos de contarnos nuestras intimidades, yo pensaba que era la persona que mejor me entendía en este mundo. Nuestras respectivas vidas son muy diferentes: ella se casó y yo viví, en distintas épocas, en unión libre; ella tuvo tres hijos en su matrimonio y yo fui madre adolescente de Celeste, y después, con Rubén, me la jugué, porque ya estaba mayor, y tuvimos a Ernesto; ella se graduó de abogado pero abandonó su carrera para cuidar a sus hijos; yo no acabé la universidad, tomé cursos de dibujo y pintura en donde fui pudiendo y luego alterné mis trabajos ocasionales de cualquier cosa con mi producción plástica. El marido de ella murió hace cuatro años. Cuando Clelia enviudó buscó apoyarse en mí y estuve muchas tardes secándole las lágrimas. Tal vez sea muy dura si digo que que su principal dolor no fue por la pérdida de una persona amada sino por el funeral de sus costumbres. Al cabo de unos meses, como su llanto no amainaba, le pregunté en qué forma pensaba rehacer sus hábitos. “Tienes que inventar nuevas formas de levantarte –le dije–, hallar nuevas maneras de salir a divertirte y buscarte una nueva relación”. Lo último la ofendió.

–Óyeme –me dijo con aspereza súbita–. Tengo 70 años.

Sentí pena por ella y sin ánimo de escandalizarla, le platiqué de mis asuntos íntimos. En ese entonces yo ya andaba con Gilberto, Gaspar y Tona, y me veía también con Gonzalo, que ya murió, y con Henry, un chavo del norte que estaba haciendo su doctorado y que ya no vive aquí. Ella pasó de la indignación a la conmiseración. Me dijo que yo estaba muy mal, que debía ver a un siquiatra y que le dolía imaginar el tremendo vacío que me llevaba a acostarme con tantos hombres. Opinó que debía dejar de degradarme y que haría bien en observar respeto hacia mis hijos, hacia mis nietos y hacia mí misma. Concluí que Clelia y yo sentíamos lástima recíproca y que aquello no era un buen fundamento para la comunicación. Desde entonces seguimos llamándonos de cuando en cuando.

Tania tiene cuarenta años menos que yo y ya despunta como una pintora excepcional. La conocí porque ambas participamos en una exposición colectiva, nos caímos bien y unos días después de la inauguración ya estábamos cenando en una de esas citas que prometen muy buena conversación. Muy pronto ella derivó la plática a sus problemas amorosos: acababa de terminar con una relación larga que la dejó desgarrada y estaba empezando a salir con un tipo con el que no se sentía a gusto. Me limité a escucharla y a darle algunas pistas que le permitieran entender su situación. Alguno de mis comentarios debe haberle desagradado porque de pronto inquirió de golpe: ¿Y tú? ¿Cómo te fue a ti en la vida con los hombres? Me lo preguntó como si mi vida hubiese terminado y ella estuviese sentada hablando con un cadáver. No me sentí ofendida pero tampoco tuve ganas de responderle con una mentira piadosa.

–Me fue mal y me fue bien –le dije–, pero ahora me va bien.

Le platiqué a Tania de mis amantes y ella pareció experimentar una iluminación. Luego emitió silbiditos de admiración, se puso eufórica, me habló de paradigmas de la causa de género y remató afirmando que yo tendría que sentirme moralmente obligada a relatar mi historia porque era un ejemplo para otras mujeres y un modelo a seguir.

–No soy modelo de nada –le dije–. Sólo soy como soy.

Tania se desilusionó mucho al ver que yo no estaba dispuesta a convertirme en prócer de los derechos reproductivos y sexuales ni en ejemplo de plenitud erótica para personas de la tercera edad; la conversación declinó, al poco rato nos despedimos y desde entonces –esto fue el año pasado– no he vuelto a verla.

En una ocasión conocí a un tal Óscar, un cuarentón guapo que me gustó para una aventura. A la segunda cita ya estábamos copulando en su casa. Era menos que mediocre en la cama pero de algún modo me sugirió que yo debía estar muy agradecida con él porque, a pesar de mi avanzada edad, me había hecho el favor de penetrarme. Un poco fastidiada, le repliqué que yo no tenía relaciones sexuales para dar o recibir favores sino por el placer mutuo. “Ay, sí –dijo, burlón–. ¿Y a poco tienes muchas?”

–Algunas –le contesté, y le hice un resumen de mi vida erótica.

–Entonces eres una viejita muy puta –contestó, festejando su propio ingenio.

Aquello no me causó enojo sino risa, pero me di cuenta que Óscar no habría de ser uno de mis amantes. Desde esa noche, y durante varios meses, estuvo llamándome por teléfono para suplicarme que volviéramos a vernos, pero me negué. Parece ser que por fin ha desistido.

Por eso prefiero no platicar de mi vida sexual, y esta vez he vuelto a hacer una excepción.