e resulta difícil creer que ya han pasado 10 años desde que se estableció la Corte Penal Internacional (CPI) y que, a raíz de ese acontecimiento, se truncó mi carrera en el servicio exterior. En efecto el pasado mes se cumplió una década de la entrada en vigor del Estatuto de Roma que creó la CPI. Con ello se hizo realidad uno de los anhelos del siglo XX: quienes lleven a cabo un genocidio o cometan crímenes de lesa humanidad o crímenes de guerra tendrán que responder por sus actos ante un tribunal internacional.
Los orígenes de la CPI se remontan a la violenta historia europea del siglo XIX. Se dice que se habló de la necesidad de establecer un tribunal internacional tras la guerra franco-prusiana de 1870-1871. Pero fue después de la Primera Guerra Mundial que se empezó a hablar en serio de esa posibilidad.
Los tribunales de Nuremberg y Tokio fueron creados por los vencedores de la Segunda Guerra Mundial para juzgar a los vencidos. Son el antecedente directo de los tribunales penales internacionales establecidos en 1993 y 1994 por el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas para los casos de la ex Yugoslavia y Rwanda, respectivamente. Y son el origen también de la CPI.
Con la CPI el Consejo de Seguridad de la ONU cuenta ahora con una única instancia para remitir casos relativos a los crímenes antes mencionados. A partir de 2017 se incluirá también el crimen de agresión. El Consejo de Seguridad ya le ha turnado los casos de Darfur en Sudán y Libia.
Desde luego que la CPI no tiene que esperar a que el Consejo de Seguridad le remita un caso. Puede iniciar un proceso siempre y cuando el supuesto crimen haya ocurrido en el territorio de un Estado parte o que el acusado sea un nacional de un Estado parte. Hoy son más de 120 países los que se han adherido a la CPI. Desafortunadamente algunos miembros permanentes del Consejo de Seguridad no lo han hecho (China, Estados Unidos y Rusia).
La CPI ya ha recibido quejas de supuestos crímenes en más de 130 países y ha iniciado una investigación en varios casos.
Muchos estudiosos del derecho internacional han criticado el estrecho vínculo entre la CPI y el Consejo de Seguridad de la ONU. En particular han señalado la disposición en el Estatuto de Roma que le permite al consejo suspender la aplicación del propio estatuto hasta por un año y renovable.
Fue precisamente una propuesta en el Consejo de Seguridad para invocar esa disposición en julio de 2002 que provocó mi salida del gobierno. En efecto, el Estatuto de Roma entró en vigor el primero de julio de ese año y Estados Unidos buscó la manera de que sus efectivos militares gozaran de inmunidad. Inicialmente propuso al Consejo de Seguridad que el Estatuto no se aplicara a sus nacionales. Era un disparate.
Países miembros de la CPI como Francia y Reino Unido se opusieron en un principio a la propuesta estadunidense, pero a los pocos días presentaron otra propuesta pidiendo que la aplicación del sstatuto se suspendiera para todos los nacionales de un Estado no parte en la CPI y que aporte contingentes a una operación para el mantenimiento de la paz establecida o autorizada por la ONU (como la invasión de Afganistán un año antes). Fuimos de mal en peor.
Dicho de otra manera, el Consejo de Seguridad suspendería la aplicación del Estatuto de Roma justo en el momento en que entraba en vigor.
Ocupaba el cargo de subsecretario para Organismos Internacionales (además de Europa, África y Asia), y para mí no había otro camino que el de oponerse a esa propuesta. Consulté con los funcionarios encargados de la ONU y los asuntos jurídicos de la secretaría y le hablé a nuestro representante ante la ONU en Nueva York, Adolfo Aguilar Zinser. Todos coincidieron conmigo.
Traté el asunto con el secretario Jorge Castañeda Gutman y me llevé una sorpresa. Le expliqué con cierto detalle por qué deberíamos votar en contra. Me referí también en términos generales a la situación en el Consejo de Seguridad. Desde el fin de la guerra fría aprobaba casi todas sus resoluciones por unanimidad. El margen de acción de los miembros no permanentes como México era muy reducido. Teníamos ahora una ocasión para hacer lo correcto. Nuestro voto en contra no incidiría en el resultado pero serviría para distinguirnos como un país que sí es responsable internacionalmente.
El secretario escuchó lo que le dije y me contestó: Haz lo que quieren los gringos
. Le respondí que no estaba de acuerdo, pero que seguiríamos sus indicaciones. Días después le anuncié que renunciaba a mi cargo de subsecretario porque estaba hasta la madre de su actitud. Le entregué una carta dirigida al presidente Vicente Fox. Me dijo que me quedara unos meses para auxiliar al presidente en varios viajes y agregó que él también estaba hasta la madre y que dejaría la cancillería. Buscó sin éxito reubicarse en el gabinete.
A principios de septiembre, en el viaje de regreso de la Cumbre de la Tierra en Johannesburgo, tuve ocasión de platicar largo con el presidente. Me ofreció un cargo en Los Pinos o cualquier embajada. Le agradecí su gesto pero le insistí en mi renuncia del gobierno.
El secretario y sus colaboradores directos se encargaron de difundir la versión de que yo había optado por la jubilación. No me importó. Lo que quería era apartarme de un secretario caprichoso y de un gobierno que ya empezaba a decepcionar mucho y a muchos.
Parece mentira que haya transcurrido una década desde que entró en funciones la CPI y que renuncié a mi cargo de subsecretario. Con la edad el tiempo acelera su paso. Mi madre decía que después de los 50 los años se cuentan en quinquenios. Quizás sean decenios.