o no lo vi morir. El día anterior pensé que moriría. Ella me llamó, estaba en la cama. Era una cama matrimonial ancha sin cabecera, colocada en medio de una habitación pequeña. A esa cama le faltaban paredes, le faltaba techo, le faltaba piso, le faltaba espacio en ese espacio cerrado. El color de las dos puertas y de la ventana del cuarto era un caoba casi negro; era un color lo suficientemente oscuro y opaco como para soportar el tamaño de la cama. A mí me dio pena pensar que ella moriría en una cama sin respaldo, arriba de dos colchones demasiado blandos, extendidos sobre un armazón que estaba muy separado del suelo, tanto que tenía apariencia de una balsa voladora, vencido y ondulando al menor movimiento. La hubiera amarrado porque hasta entonces yo no había visto morir a nadie y pensé que en el esfuerzo final, en el arrancarse la vida estaría demasiado desprotegida y el último espasmo la haría rebotar hasta el techo. No debí afligirme porque ella era pesada y fofa, muy gorda y muy blanda, y era hermosa; tenía los ojos muy pequeñísimos: dos tajos estrechos y oblicuos por donde respiraban los pómulos, únicos pedazos inmutables y duros en todo su cuerpo. Cuando estuve a su lado me miró mostrándome que me miraba. Ahora sé que me estuvo midiendo en espesor y altura y calculó vertiginosamente el calor de mi sexo.
–Eres muy pequeña, qué lástima; pero me gustas. Claro que hubiera estado mejor que fueras morruda, abundante, bien servida. Aunque eres buena, puede que te sirva de algo. Yo creo que a la gente grande y gorda le va mejor. Nunca vi a la alegría instalarse en un cuerpo menudo.
No habló con ironía o cinismo. Ella me confió esa opinión poseyéndome, despreciándonos quizá por no poder ninguna de las dos modificar la presencia o el aspecto de las cosas. Fue un rezongo de puma viejo, un rezongo casi jovial obtenido con esfuerzo desmedido, como si dos tenazas sujetas a los pómulos firmes e inmutables hubieran arrancado a la matriz su última cosecha. Si ella no hubiera sido una madre de familia, si yo no hubiera sido una hija de familia, si hubiéramos sido nada más que un animal viejo cercano a la muerte y un animal joven atolondrado y torpe, ella me habría quitado la ropa y después de tenerme desnuda un rato largo frente a sus ojos de hembra paridora me habría tocado calentando sus manos frías en mi cuerpo, y al seguirme tocando y estrujando con sus manos gastadas, calientes de un calor mío que yo desconocía, me habrían enseñado a sentirme, me habrían dejado despierta y alerta al amor y al entusiasmo. Hubiera podido hacerlo porque ella también sabía que iba a morir, y en el pedazo de tiempo que le quedaba quería depositar su ansiedad y me había elegido a mí, que no era su hija ni su pariente para regalármela. Si yo hubiera dicho sí o hubiera hecho un gesto cualquiera para demostrarle que aceptaba, habría adquirido para siempre el compromiso de substituirla y continuarla, no en su función de madresposa sino en el trabajo incesante de arañar y roer y trepar y entrelazarse. Pero yo sabía que en la sala estaba Matías el sastre, su marido, probando un traje a una dama elegante frente al espejo de tres hojas, y que en el departamento número siete el cronista de conciertos que había subido conmigo en el ascensor llevando unos discos bajo el brazo, los estaba ordenando, y aunque un largo corredor nos separaba de la sala, y el departamento número siete quedaba un piso más abajo, la señora elegante, el sastre y el melómano podían adivinar que yo consumaba un pacto de transferencia, que me estaba enriqueciendo. Por eso me quedé sin pasarle la mano por el pelo, sin agradecerle, sin aceptar, sin comprender; ignorante y quieta, temerosa y quieta.
Para mirarme mejor durante el ofrecimiento ella se sostuvo erguida sobre los codos, jadeando bastante pero no tanto como para dejar de parecer un tobogán de madera hinchada por la lluvia. Esa actitud deportiva debió fatigarla obligándola a caer sobre las almohadas para abandonarse a la muerte; pero ella aún era capaz de contrariar cualquier suposición. Se sentó con agilidad regresando a sí misma o refugiándose en su manera doméstica de siempre y para un poco más. Un poco más de cueva, un poco más de paralelepípedos, geometrías imbéciles, cajones para descomponer el aire universal.
Al calzarse, las chancletas hicieron un ruido de patos en el charco, un ruido y un compás que continuó en la voz de ella. Como un pato que graznara para ayudarse a nadar. Ella comenzó a hablar para ayudarse a mover, para hacer menos espeso el aire de la habitación en penumbra. Habló para separarme, para darme recreo. ¿Conoces a Luisa? Es simpática. Pobrecita. Y no es fea. Cree que Esteban anda con ganas de casarse y le llena de regalos. Es muy tonta. Si tú me gustas es por eso, porque no eres tonta. Pero te hace falta algo; gritar quizá. Grita alguna vez porque sí, date el gusto. Si te sigues conteniendo cuando empieces a gritar no terminarás nunca. Te pondrás ronca y terminarás ladrando y mordiendo. No sé si Esteban te quiere, pero desde que te conoce charla mucho sobre realizar y mejorar. Déjalo que se esfuerce sin hacerle zancadillas. Tú piensas que nunca hará nada y si consigue algo será muy poco. No te burles. Mis hijos no son valientes, no son potros ni yeguas; son hombrecitos y mujercitas que caminan la vida por corredores angostos, por los costados. Alguna vez pensaron aturdir y se aturdieron. Esteban es alto y gordo, es grande pero blanco. Él no está aturdido, está crudo; no ha nacido del todo, un pedazo suyo está aún dentro de mí, y si te llamé y te estoy hablando es porque él se interesa por ti y falta poco para que termine de nacer, para que se apropie de lo suyo. No es tan tonto como mis otros hijos, apurados por despegarse, apurados por olvidarme; se creen muy importantes, piensan que me han montado hace tiempo y me andan cabalgando, Idiotas, todavía no se han dado cuenta que renegando de mí se achicaban. Hombrecitos y mujercitas con sus miedos
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Ella habló así porque no podía en ese mismo momento estar abierta de piernas pariendo, chillando y pariendo, dolida y pariendo, terrible y pariendo, echando fuera de sí. Heroica.
Salió al corredor. El largo corredor angosto con tres puertas de un lado y tres puertas del otro. La luz entraba flaca por esa ventana construida como encajada en el otro extremo del corredor y llegaba lánguida al otro lado, donde estaban la sala y la biblioteca. Una recepción bastante deslucida pero todavía importante, capaz de ofrecer cierta elegancia indispensable para dar categoría al sastre Matías, a su trabajo, a su estilo, a su pequeña producción doméstica. Una producción sin libros de contabilidad, sin publicidad ni escaparates; apenas recibos en talonarios comunes, comprados en cualquier papelería.
Tan segura estaba ella que habría de morir que aprovechó esa especie de postergación, ese hálito de vitalidad o de energía para olvidarse por un momento del sendero hacia la muerte. El ruido que hicieron las chancletas al avanzar por el corredor dio el fondo sonoro exacto: desarmónico, desarticulado, presente, impositivo, amarguísimo, insignificante, olvidable. Era un ruido para fijar los hechos no para modificarlos; un ruido que al quedar en mi memoria me obliga ahora a contar la historia de una mujer gorda que murió en una casa de apartamentos en el centro de la ciudad. Me siento obligada a dar testimonio.
Yo salí tras ella, conservando la suficiente distancia como para no perder mi condición de espectadora. Olvidándose de mí entró al cuarto de baño. A ella le gustaba sumergirse en la bañera repleta de agua muy caliente y fregarse con un trapo áspero y muy enjabonado, rasparse sofocándose hasta que el corazón le saltara por las orejas atragantándola. Después se envolvía en una gran toalla y se sentaba a revivir. Pero ahora no le quedaba tiempo. Cerró la puerta. En ese momento no me preocupé por ella porque no me correspondía. Yo había venido a buscar a Esteban pero él había salido; estaría en algún café o en alguna biblioteca pública, o paseando por el puerto mordiendo su pipa vacía, imaginando que imaginaba; le era fácil regodearse en la agudeza de sus sentidos silbando.
El pasillo me desesperaba. Decidí que sería menos incómodo para mí hacer algo. Entré al comedor; en esa habitación estrecha fueron colocando cosas como unos grandes muebles de caoba, restos de la gran casa que habían habitado antes de que los hermanos de Esteban –el director de teatro, el violoncelista y las dos pianistas– engulleran saboreándolos los pesos que Matías el sastre había ganado con el trabajo de sus manos, de sus ojos, de su máquina, de sus tijeras, de su buen gusto para confeccionar trapos de calidad. También había una cama plegable oculta bajo una repisa, y un tocadiscos en cuyo plato, como siempre, estaba el concierto de Ravel para la mano izquierda. Un tocadiscos viejo, un disco viejo, las púas gastadas, la bocina emitiendo sonidos gangosos, telefónicos. Lo eché a andar para oír otra vez la tristísima emisión de ese concierto. Desde el baño se filtraba el ruido del agua que ella dejaba correr por el lavabo, y sus quejidos. Arriba de la repisa el retrato de Matías joven, mofletudo, apacible, y un retrato de ella con el busto soberbio cubierto de encajes, collar de perlas y medallón. Me sorprendió la expresión de esa cara segura de su esplendor, de sus deseos, de sus bienes, con trenzas y ondas vaporosas. Esa cara proclamaba que sabía comer, que sabía fornicar, que sabía querer, que sabía gustar. Lo sabía sin rebuscamientos, sin contenciones, sanamente, jocundamente. El tiempo había protegido esa cara.
***
Cuando apareció me obligó a interrumpir la música y se fue a sentar en la silla que estaba junto a mí para que yo pudiera apreciar que se había hecho un peinado similar al del retrato. “¿Te das cuenta? Me voy a morir y todavía puedo ser casi tan bella como entonces, con mi cabello muy fino, con mi piel transparente, con todo esto mío que mis hijos no han cuidado y que a Matías le molesta desde que dejó de gustarle. Ellos saben que me voy a morir, pero no están aquí porque no les gusta esperar. Cuando lleguen todos juntos a la misma hora, como entrando a la fábrica, comenzarán a gritarse, a insultarse, a arreglar el universo con palabras importantes. Esteban llegará tarde, no lo esperes. ¡Qué imbéciles! Les da vergüenza mirarme a la cara porque en verdad lo único que les gusta es revolcarse. Sí, también a Daniel le gusta ahora revolcarse desde que dejó el violoncelo juntando polvo entre los calzones de su mujer. Era el mejor de todos. Estudiaba, estudiaba. Yo era solista en conciertos y me seguía ayudando a traer los bultos del mercado. Cuando llegábamos me servía mi vaso de té y mi pan negro con su capa de sabrosa mantequilla y su pizca de sal. Cuando te vayas voy a tomar mi té y a comer mi pan negro con mantequilla. Ya no quiero cuidarme, ya no debo cuidarme, que el médico recomiende su dieta a otra que esté más lejos de lo último. Cuando una sabe que va a morir no debe cuidarse sino darse gustos. Si alguien me ayudara quizá podría darme un gusto más hondo que el de comer mi pan negro y tomar mi té; pero así de pequeño es el gusto del que muere fuera del corazón de los demás. ¿Y sabes por qué mis hijos son así? Porque se parecen a mí, aunque yo fui más sencilla. Si ellos no se parecieran a mí ahora estarían aquí, en torno a esta mesa, compartiendo mi última cena, brindando y cantando, acariciándome, venerándome. Fui yo quien les metió en la cabeza que ellos también podían hacer algo para que el mundo fuera menos feo, menos triste, menos amargo, menos aburrido. Fui yo quien les dijo que esas cosas no se hacen bajo el pequeñito techo de una casa sino por ahí, donde cabe mucha gente, entre muchos. En las covachas se sofoca uno, conspira pero no ejecuta. Para hacer algo hay que estar dentro del aire limpio. Eso lo aprendí cuando me trajeron a América metida en la bodega de un barco con olor a excremento. Entonces aprendí que para olvidar la pestilencia que nos había impregnado no había que soñar, no, sino recordar exactamente, aturdirse con el recuerdo del galopar de los asesinos por los caminos de la aldea. En el barco mis hijitos todavía no podían protegerse con recuerdos. Esteban es distinto porque nació aquí. Nosotros vivimos olvidando aquella aldea de la que debimos irnos y en la que sabíamos vivir. Aquí nos fuimos despegando uno del otro. Matías de mí, mis hijos de mí y entre ellos, porque cada quien olvidó a su manera, como pudo. Esteban vive imaginando porque no tiene que recordar. Todos tratamos de reflejar en él una imagen perfecta y lo hemos ablandado. Esteban debió ser el mejor de nosotros, nuestra justificación, nuestra esencia, la prueba final. Poder mostrarlo: ¡aquí está, que nos juzguen, hemos llegado a esta flor!
Ella adornaba su lenguaje porque hubiera querido que alguien le pidiera cuentas. Con qué gusto hubiera tomado lápiz y papel y hubiera escrito: me dieron, me deben, dí, debo, perdí, encontré. Calcular exactamente en números contables, hacer un balance y presentar al fin el corte de caja. Se quedó quieta, como posando: una gran patrona sin siervos, sin feudo, sin heredad.
Para no cruzarme con nadie de su familia tomé el ascensor de servicio y salí corriendo, renegando como siempre de mi propensión a frecuentar esa casa que no me gustaba, esa gente cuya única virtud era el entusiasmo, un entusiasmo sin motivos evidentes; en verdad un espectro de ambiciones malogradas, potentes y legítimas aunque sin recuperación posible, sin salvación. Lo sabían y por eso daban voces y se arrancaban los ojos en medio de su ineptitud para convivir junto a una muerte cercana, donde la suerte los había colocado.
Los cuatro hermanos de Esteban tenían siempre las manos calientes, siempre comían con buen apetito, siempre discutían acalorándose. Habían atravesado algunos de tantos puentes y estaban del otro lado de algunas experiencias. Les gustaba la música, la política, el teatro, el amor. Tenían un criterio peculiar de lo que debía ser la inteligencia y la cordialidad. Amaban con furia animal y atormentada. Cerca de ellos yo inauguraba todas mis torpezas.