os gobiernos llamados progresistas
mantienen lazos estrechos con el capital financiero internacional y siguen aplicando políticas neoliberales. Los estados que ellos tratan de dirigir están en gran medida determinados y dirigidos por las imposiciones del mercado mundial de mercancías y capitales. Exportan, por ejemplo, sobre todo petróleo, maderas, productos minerales, soya y granos alimenticios, a precios fijados en el exterior y por medio de grandes oligopolios trasnacionales, mezclados, en el mejor de los casos, con algunas empresas paraestatales mixtas, como Petrobras o YPF, ya que la venezolana PDVSA o la mexicana Pemex son excepciones, de ningún modo la regla.
Además, en todos los estados dependientes que realizan intentos neodesarrollistas, estén no o gobernados por gobiernos progresistas
, la tierra se extranjeriza cada vez más y la megaminería depredadora destruye enteras regiones y el modo de vida de sus habitantes, provocando grandes conflictos sociales. De este modo, y en plena crisis capitalista mundial que aumenta aún más las tensiones económicas, la dependencia se ahonda aún más y el futuro sigue estando hipotecado y a merced del capital financiero internacional.
Obviamente, los gobiernos no pueden cambiar con un golpe de varita mágica el carácter del Estado ni las estructuras económicas. Los cambios son el resultado de un proceso largo de transformaciones sociales impulsadas por la movilización popular y que, en parte, ellos canalizan y orientan. Por consiguiente, es inevitable un periodo de transición marcado por reformas importantes, las cuales, sin embargo, no afectan sino en parte la continuidad de las lacras, deformaciones y miserias impuestas por el entrelazamiento entre las estructuras oligárquicas de poder y las nuevas servidumbres instaladas y enraizadas por el capital financiero internacional.
La garantía de que ese proceso de transición, inevitablemente zigzagueante, avance y no se estanque, la da el impulso de los movimientos sociales que ayuda a modificar el aparato estatal al cambiar las relaciones de fuerzas sociales y, sobre todo, reside en la independencia de los mismos frente a todas las fuerzas capitalistas, incluido el mismo Estado. El gobierno que intenta subordinar a los movimientos sociales y quitarles su independencia, convierte sus direcciones en parte del aparato estatal y debilita así su propia base en la lucha por enterrar el pasado y por adquirir mayor independencia frente al capital financiero internacional y sus agentes.
Pero el hecho de que sea imposible cortar de un solo golpe con la dependencia del mercado mundial y del capital financiero no significa que no haya más remedio que exportar más commodities, como la soya, apelar a la megaminería depredadora, dedicar tierras aptas para alimentos al cultivo de biocarburantes para la contaminante industria automotriz. Se puede, en cambio, adoptar medidas y leyes de reforma que, a la vez, reduzcan la dependencia del puñado de grandes empresas que controlan la economía y creen las condiciones para una restructuración del ambiente y el territorio según las necesidades nacionales (preservación del ambiente, creación de trabajo calificado, reordenamiento del territorio y de la utilización de los recursos que son hoy esclavos del lucro empresarial y del mercado mundial).
Por ejemplo, en vez de pisotear los derechos indígenas, las autonomías y la Constitución imponiendo la construcción del segundo tramo de la carretera del TIPNIS por su trazado actual, el gobierno boliviano habría podido abrir ese camino por otra región porque, aunque la construcción hubiese sido más larga, cara y dificultosa, habría preservado en cambio su credibilidad ante un sector importante de las mayorías populares, habría demostrado romper con el decisionismo autoritario y el neodesarrollismo, habría evitado dividir al movimiento campesino y fomentar al predominio del interés propio sobre la construcción colectiva de un nuevo Estado. La carretera así construida habría cumplido con su papel en la circulación de mercancías y en la apertura de Bolivia al comercio (capitalista) en los dos océanos pero habría reforzado un elemento potencialmente anticapitalista: la solidaridad de los diversos sectores populares bolivianos, la autonomía, la construcción de poderes democráticos locales.
La expropiación del sector financiero es también una medida burguesa, tal como lo es una reforma agraria profunda que dé tierra en Brasil a millones de campesinos. Igualmente burgués es el monopolio estatal del comercio exterior, con el fin de utilizar para el desarrollo nacional parte de las ganancias del mismo y romper el poder de los pocos oligopolios que controlan las exportaciones, o el control de cambios (para evitar la exportación de capitales). También es burguesa una ley de protección del agua y de los bienes comunes, así como una ley de fomento de la agricultura familiar, que al asentar a los trabajadores en la tierra, reduciría las migraciones, y mediante la rotación de cultivos y su diversificación y un uso racional del agua, protegería el ambiente, además de abaratar el abastecimiento alimentario nacional. Todas estas medidas, si cuentan con el respaldo de una movilización popular, reducen el poder de las clases dominantes y cambian la relación de fuerzas en el país. Todas ellas aumentarían, al mismo tiempo, la producción y la productividad, así como el aprendizaje popular de una planificación local de recursos y necesidades para ampliar los espacios conquistados. Una ley de control obrero sobre la contabilidad empresarial permitiría igualmente reducir las suspensiones y despidos y racionalizar la producción industrial, dando las bases para una restructuración desde abajo del aparato productivo.
La transición no puede quedar en manos de unos pocos iluminados. O la imponen sus beneficiarios o no será posible.