A 65 años de ocurrida, la muerte de Manolete continúa despertando dudas
entajas de algunas muertes en olor de popularidad: si ese exabrupto de raza que fue el cordobés Manuel Rodríguez Manolete no hubiera muerto al día siguiente de que en Linares lo hiriera el toro Islero, de Miura, el segundo de su lote y quinto de la tarde, en el mejor de los casos sería hoy un anciano de 95 años que quizá guardaría indignado silencio ante la farsa en que los taurinos han convertido al espectáculo que él tanto respetó. Y en el peor, hubiese dejado de existir, pasado de peso y aburrido, a cualquier otra edad, que desasirse de los brazos de la gloria no es cosa de broma.
Cada 28 de agosto, o sus alrededores, aniversario del percance presuntamente fatal que hiciera nacer a Manolo a la inmortalidad, surgen nuevos responsos, elegías e interpretaciones a cerca de su rica personalidad torera y humana, así como una que otra puesta en duda en torno a las oscuras circunstancias de su muerte, rodeada de torería, heroísmo y... versiones encontradas.
¿Por qué encontradas? Bueno, porque el diagnóstico oficial y casi unánimemente aceptado es que el diestro cordobés murió a causa de la rotura de la arteria femoral y la consiguiente pérdida de sangre, sobre todo durante el penoso traslado, a pie, de la camilla de lona con el herido –más despacio, más despacio
, suplicaba el ídolo–, de la plaza al hospital de los marqueses de Linares, luego del parte facultativo inicial que decía: La herida destroza las fibras musculares del sartorio, la fascia cibiforme, el recto externo, con rotura de la vena safena y contorneando el paquete vascular nervioso de la arteria femoral, extensa hemorragia y fuerte shock traumático. Pronóstico muy grave.
La operación en la enfermería de la plaza, a cargo del experimentado cirujano Fernando Garrido Arboleda, duró 40 minutos y la primera transfusión fue del cabo de policía Juan Sánchez Calle, antiguo compañero de Manolete en el servicio militar. Otra transfusión recibió Manolo, ahora del matador de toros Pablo Sabio Parrao, que lo acompañó en su última gira mexicana, y quien contó que en las primeras donaciones Manolete había reaccionado favorablemente. Pero también alcanzó a oír que si no le hubieran hecho una tercera transfusión El Monstruo no habría muerto.
Y aquí es donde afloran las suspicacias, ya que ese último suministro no fue de sangre, sino de un plasma en mal estado de origen noruego que en una fuerte explosión en Cádiz, 10 días antes, había causado la muerte en varios que lo recibieron. No obstante ese antecedente el acomedido Álvaro Domecq y Díez se apresuró a traer de Jaén el dichoso plasma por órdenes del médico titular de la plaza de toros de Madrid, Luis Jiménez Guinea, quien así lo había decidido junto con José Flores Camará, el apoderado de Manuel.
Desde luego el rezandero, falangista y casi enseguida millonario ganadero Domecq y Díez declaró al día siguiente: Murió como un gran cristiano que era: con el nombre de Dios en sus labios resecos
, y siempre negaría lo que presenciaron varios testigos al reiterar en sus memorias: “No hubo transfusión de plasma, no hubo desacuerdo de pareceres. No hubo más que amor a Manolete para acompañarle a hombros en su último adiós. Y sí hubo un crucifijo que aquí está, para dar a entender que con él en las manos bien puede uno morirse, para seguir cortando orejas en la felicidad eterna”. Tan devoto caballero, junto con Camará, impediría que Lupe Sino, la novia de Manolo, pudiera entrar a verlo, no fuera a ser que éste pidiera un cura y los casara. Había mucho dinero en juego.
Por su parte, el retorcido Camará desmentiría lo afirmado por Domecq al declarar en una entrevista: “…La verdad es que hasta última hora no vimos que aquello era el final. ¿Cuándo fue esa última hora? Cuando llegó Jiménez Guinea. Nada más verle nos llamó a Álvaro Domecq y a mí: como estaba no se le podía reoperar, primero había que ponerle plasma. Eso fue lo que me dijo. ¿Qué íbamos a responder nosotros? Él era el que sabía de medicina”.
Y Jiménez Guinea, la eminencia médica que por oscuras razones decidió ponerle al torero el plasma cuando aquél ya había dado muestras de recuperación, declaró tras el deceso: “Se ha hecho todo lo humanamente posible, pero nos ha fallado el hombre… Cuando llegué ya no quise ni mirarle la herida. Era inútil intentar nada, y mucho menos otra intervención quirúrgica, pues cualquier movimiento le habría acelerado la muerte”.
Julio Corzo, médico de Úbeda que había realizado las anteriores transfusiones, le comentó al doctor Garrido: Si le ponen el plasma se lo cargan
. Y se lo cargaron.