n el mundo occidental, la representación política ha venido sufriendo merma en sus facultades a lo largo de tres décadas de neoliberalismo como régimen económico predominante. Esta merma ha fortalecido, por el contrario, al Poder Ejecutivo. En consecuencia, la representación de los intereses de las mayorías se ha restringido, y no sólo eso: las naciones como tales han visto disminuir sus posibilidades de desarrollo e integridad soberana.
Las medidas contrarias a esos intereses, agravadas por la crisis que hoy padecen con mayor rigor los países más débiles, han sido tomadas por el Poder Ejecutivo. Acaso sancionadas por el Poder Legislativo, pero por lo general subordinado a aquél y/o bajo presión ejercida por los poderes fácticos.
A este debilitamiento del Poder Legislativo se agrega el de su dinámica interna, bien por privilegios que se han arrogado sus miembros, bien por responder sumisos a los intereses de esos poderes, directamente o a través del Ejecutivo. Con ello el propio Poder Legislativo ha potenciado la tendencia del Ejecutivo a socavar su alta función política, como ocurre explícitamente en España con el gobierno del derechista Partido Popular, que es la de representar a la soberanía nacional radicada en el pueblo. A pretexto de ahorro, el priísta Peña Nieto se propone algo semejante.
En México, el Poder Legislativo recuperó la autonomía relativa que había dejado de ejercer desde los años treinta con la reforma electoral de 1996. Esta recuperación mantuvo su vigor hasta 2003 y desde el fraude electoral de 2006 no ha podido volver por sus breves fueros. Se fue diluyendo con la exigencia de la reforma del Estado, una de cuyas vertientes pugnaba por la parlamentarización del régimen.
Sin esa reforma, independientemente del resultado de las elecciones de 2012, el país no podrá realizar la democratización que lleva más de tres décadas en intentar concluir. Y esta condición de agua estancada no hará sino agravar más aún aquellos problemas que viene enfrentando cada vez con menor capacidad para resolverlos.
El gran obstáculo de la reforma política es el conjunto de los partidos políticos convertidos en administradores del statu quo. Por ello registran, conjuntamente con el Poder Legislativo, el mayor desprestigio en términos de confianza ciudadana. Y la paradoja es que sin su concurso será prácticamente imposible llevar a cabo esa reforma, salvo que sean desbordados, como ya han empezado a ser, por una intensa movilización de dimensiones radiales que obligue a la refundación institucional del país.
El texto anterior (me disculpo por no entrecomillarlo y por los retoques que le hice) es parte de la ponencia que presenté al quinto Congreso Virtual de la Red de Investigadores Parlamentarios de América Latina (Redipal), organizado con el auspicio del Centro de Documentación, Investigación y Análisis y la Dirección de Servicios de Documentación y Análisis de la Cámara de Diputados. Vale la pena consultar los diversos trabajos allí reunidos (www.diputados.gob.mx/cedia/sia/redipal.htm).
Me pregunto si las nuevas legislaturas de algunos de los estados y las dos cámaras federales podrán jugar un papel distinto al subordinado y contrario a los intereses de las mayorías y al interés nacional que describo en el documento parcialmente reproducido en este artículo. Y me respondo que no.
Los compromisos de campaña con los poderes fácticos, compromisos que encabezan Peña Nieto y las cúpulas de los partidos de oposición, no auguran sino la redición de las páginas ruinosas de las anteriores diez legislaturas: cesión de un segmento del poder público, de bienes nacionales, de recursos fiscales, de seguridad en todos los planos, de control estratégico, de solvencia financiera en favor de particulares legales e ilegales, de grandes empresas del país –en primer lugar las monopólicas, entre ellas por supuesto las televisivas– de trasnacionales y de gobiernos extranjeros.
Los ejemplos en el nivel federal sobran y en los niveles hacia abajo no faltan. Los panistas suelen juzgar parcialmente. Hernán Salinas, coordinador de la fracción blanquiazul en el Congreso de Nuevo León, acusó a la legislatura saliente de ser cómplice del gobierno. Pocos días antes de dejar el cargo, los diputados de ese congreso, a excepción de los del PAN y el PRD, aprobaron la solicitud del Ejecutivo para modificar la Ley de Ingresos a efecto de ampliar la capacidad de endeudamiento del estado a 2 mil 500 millones de pesos (La Jornada, 27/8/12) con lo cual aumentará la deuda pública equivalente a la contraída durante el sexenio anterior en casi 100 por ciento cuando apenas ha corrido un trienio del periodo.
Un cambio, sin duda significativo, es el que habría podido surgir de una resolución del TEPJF anulando la elección presidencial contraria a los términos constitucionales y al sentir popular, y convocando a una nueva. Desde luego, eso no sería suficiente para tener un Poder Legislativo autónomo, vigoroso y capaz de controlar al Presidente de la República, auténtico vestigio del absolutismo monárquico y el caudillismo decimonónico. La refundación tiene que ir más allá del actual sistema político mexicano. Convenzámonos: no es que se haya vuelto intransitable, sino que se ha extenuado.
¿En qué momento se había jodido el Perú?
, escribe Vargas Llosa en Conversación en la Catedral. Si queremos emprender algo distinto tendremos que hacernos esta pregunta respecto a México.