os murciélagos son animales propicios en China, en algunos patios de casas y templos hay mosaicos hechos con guijarros que los representan y las puertas y las linternas son a menudo rojas, color de la buena suerte. En Kunming, provincia de Yunnan, abundan las flores; en el aeropuerto recién construido e inaugurado hace unos seis meses vimos a muchas empleadas arreglando arriates con flores, orquídeas de diversas formas y colores y en el parque de la ciudad hay un estanque con bellas flores de loto, repleto además de gaviotas. En cambio, en los cafés y en los restoranes las flores suelen ser de plástico y el café que ofrecen es de mala calidad y caro: por una taza pequeñísima pagué 90 yuanes (180 pesos mexicanos) y para colmo de males derramé casi todo su contenido: nunca antes había mal bebido un café tan costoso.
En Kunming nos esperaba una guía para conducirnos a una maravilla natural, el bosque de piedra, situado al sudeste de la ciudad, cuya extensión es de 83 kilómetros y contiene varios sitios admirables, el Bosque Mayor, el Menor y el Naigu, que, contemplados desde una gran altura, dan la impresión de ciudades modernas como antes lo fuera Nueva York y lo es ahora Shanghai con sus altísimos rascacielos que compiten en altura unos con otros. Vestidos con sus trajes tradicionales, los miembros de la etnia Yi, una de las tantas de China, celebran allí cada año la fiesta de las antorchas.
Como nos quejamos amargamente del precio de la bebida, la guía nos condujo a un MacDonalds, donde, explicó Celina, el café es más barato; evidentemente lo era, pero malísimo, comentario desagradable que verbalicé en voz alta, cosa que, obvio, la disgustó. Ya en la camioneta, advertimos que tendríamos un día desperdiciado antes de viajar a Hong Kong; volvimos a quejarnos entonces de la mala organización del viaje, por lo cual pedimos hablar con la agencia de Pekín que en contacto con la de México organizaba nuestros trayectos, sin otro resultado que malos tratos tanto de la agencia central como de la guía en cuestión: la falsa e intensa sonrisa desapareció por completo de su rostro y sin emitir casi sonido nos condujo simplemente por los laberínticos pasajes del bosque donde tuvimos que contentarnos con leer las escasas explicaciones en inglés que de repente aparecían en letreros también de piedra, explicaciones que completamos con la lectura de nuestra guía impresa. Para finalizar el trayecto y de muy mala gana, nos llevó a uno de los restoranes más deplorables y sórdidos que me haya tocado ver en mi ya larga vida y en donde la comida era igualmente deleznable. Como castigo divino por nuestra costumbre de insubordinarnos, mi hija y mi nieta olvidaron objetos muy valiosos, una en el hotel de Lijiang y otra en la camioneta que nos llevaba al aeropuerto para salir rumbo a Hong Kong. Haciendo de tripas corazón tuvimos que suplicarle a la malencarada joven que arreglase que dichos objetos nos fueran entregados en el aeropuerto, cosa que por suerte y una gran propina sucedió.
Al estar escribiendo Coronada de moscas que acaba de presentarse y que apareció de manera periódica en este diario, decidí llamarlo así por varias razones, porque me fascinaba el poema de Blanca Varela y porque se trata de un libro escrito al final de una carrera y de una existencia: ...en ese interminable mediodía/ más rápida más lenta/ más antigua más oscura/ que la muerte/ a mi lado/ coronada de moscas/ pasó la vida
. Y porque en mis viajes contratados con agencias, una de las plagas más recurrentes son los guías cuando son malos que, en mi experiencia, lo son en general, aunque haya muy honrosas excepciones. Me pasó en la India y en China: me sentí como ternera acosada por tábanos –el título del poema de Varela–, aunque ya no me cuezo al primer hervor y sería yo menos una ternera lozana que una vaca maltrecha a punto de abandonar este valle de lágrimas.