e echó a andar ya la transición del gobierno de Calderón al de Peña Nieto. Esta es una actividad meramente de remplazo administrativo, pero revela algunos personajes que tendrán posiciones de mayor o menor relevancia en el nuevo equipo. Como ocurre en estos casos, no son todos los que están ni están todos los que son, y muchos de entre unos y otros son ya ampliamente conocidos.
La cuestión es, sin embargo, si el cambio que se hará en diciembre entraña algún tránsito hacia otra parte y en qué dirección.
Mientras tanto todo ocurre en un marco de gran complacencia sobre la situación en la que está el país; con un gobierno saliente sin disposición alguna para cuestionar su labor. Acaba, desde su propio punto de vista, incólume. La discrepancia con buena parte de los gobernados es grande.
Los que salen y entran han cerrado la disputa electoral tramitada conforme a la pautas ya convencionales que se repiten un sexenio tras otro con la oposición indeseable. Pero no puede eludirse el enorme desgaste institucional y político de la democracia a la mexicana, con la reafirmación de los usos y costumbres de los grupos más influyentes de la sociedad. Carpetazo oficial, con el beneplácito donde debe haberlo, aunque en la sociedad haya quedado una marca más de honda inconformidad.
Una transición real no puede haber puesto que los dos gobiernos del PAN no representaron nada nuevo con respecto a los que los precedieron. Incluso sirvieron para que la alternancia acabara con el regreso del PRI, esencialmente igual, con las mismas costumbres, muchos de los mismos personajes e historias, con las mismas tentaciones autoritarias y con las mismas alianzas. Nada de eso se puede esconder. Eso sí, un regreso reforzado para ejercer poder.
En cuanto al PAN ha quedado sin liderazgo, desfondado y desorientado. En el poder no mostró que haya una derecha partidaria ilustrada y con miras propias sobre qué país quiere. En el gobierno fue hermano siamés del PRI. Será bastante difícil que tenga otra oportunidad de gobernar en un futuro previsible.
Un caso evidente en el que el PAN renunció al poder y a una gestión gubernamental y de Estado más autónoma es el de la economía. No sólo puso de manifiesto que compartía la visión más pura del priísmo salinista y zedillista y de su máximo gestor, el ex secretario de Hacienda Gil Díaz. En el terreno fiscal y financiero el control ha sido férreo desde hace casi 25 años, con una reproducción de las prácticas de operación, de la ideología y de los funcionarios encargados. Esto es propio de un experimento de laboratorio. Es difícil encontrar en el mundo algo similar.
No habrá transición alguna en la administración de la economía. Habrá repetición y reforzamiento del modelo en curso. Lo que se ha llamado la estabilidad improductiva a la que se añade la esclerosis institucional y la preservación de las estructuras empresariales y del mercado, será la pauta del nuevo gobierno. Seguirá apoyándose en las dos columnas que detienen el edificio de la gestión económica: Hacienda y Banco de México.
Ese es el entorno clave que ha definido la administración de las políticas públicas por muchos años. A su alrededor se han conformado tres rasgos relevantes de la economía nacional. Primero, un mercado laboral escindido y muy desigual, en el que predomina la informalidad y la precariedad del trabajo, y los bajos niveles de ingreso. Segundo, un sector energético que se administra para servir de fuente de recursos para el gobierno y para soportar el enorme gasto corriente. Tercero, una condición fiscal marcada por la baja recaudación y la necesidad de aumentar la deuda pública, tanto interna como externa.
Son precisamente esos asuntos en los que se centran las reformas que se quieren promover, ahora con un Congreso ya instalado y dispuesto a allanar el camino al gobierno entrante.
La reforma laboral se centra en facilitar el despido de los trabajadores, como se ha hecho en España con altos costos sociales y pobres resultados prácticos. Una reforma del trabajo tiene que tener otras miras, que sostengan el empleo, el ingreso de los trabajadores y las prestaciones, pero que sostenga también a las empresas, sobre todo las pequeñas y medianas con capacidad de elevar la productividad general.
La reforma energética se centra en Pemex por la magnitud de los recursos que genera. ¿Cómo se abrirá la industria? ¿Bajo qué control propietario quedará? ¿Cómo se alineará con las pautas del crecimiento productivo y del desarrollo social? Y ¿cómo se sustituirá el ingreso fiscal que genera? Hay aquí, ciertamente, un espacio de ganancias muy atractivo en el que el enfrentamiento del interés privado y el público puede generar mayor conflicto en el país.
En cuanto a la reforma fiscal, parece ser básicamente de tipo recaudatorio, subir el IVA será el primer paso. Sin una definición clara de las fuentes de ingreso en una sociedad tan desigual se generará más inequidad. Sin una definición igualmente clara del uso de los recursos, la ineficiencia, la concentración del poder económico y la corrupción se reproducirán. Es igualmente vaga la política de financiamiento tanto pública como privada, con una estructura desfigurada e instrumentos inadecuados de crédito. No hay una estrategia fiscal cimentada en una política de desarrollo, que vaya más allá del horizonte sexenal y los intereses asentados. Esa es una debilidad clave del Estado y de la sociedad.