Para José María Pérez Gay,
sabio generoso
entro de esa gran área geográfica y cultural que hoy conocemos como Mesoamérica creció el mundo maya como un sofisticado universo cultural. Construida por siglos, la sabiduría de los mayas creó un sistema de representaciones inconfundible que elaboró excelentes piezas de joyería, escultura y alfarería; que convirtió el comercio en una extensa práctica cotidiana; que realizó observaciones astronómicas; que inventó un sistema calendárico muy preciso, y que además levantó maravillosas obras de arquitectura.
Los espacios creados por los mayas conmueven. El ritmo de sus elementos canta a la luz, a la sombra, a la selva, a la memoria. La arquitectura alcanza las formas tutelares de la vida.
El espacio de piedra de los mayas aspira a competir con la ceiba, el cedro y la caoba. Su perfecta factura alcanza la maestría. Los frutos de tal sabiduría nos hablan de un pueblo que le echa un lazo al azar: domina sus aristas, controla sus tropiezos, maneja sus incertidumbres.
La vida cotidiana de los mayas estaba atada a lo sagrado. Los rumbos de los vientos, los colores, las plantas, los animales, todo estaba cargado de un sentido que regía cada instante de la existencia.
El prodigio arquitectónico de los arcos, de las cresterías, de los elementos decorativos de las ciudades sagradas en medio de la selva, está hecho para asombrar a todo hombre o mujer que pise sus calzadas y sus plazas.
La majestuosidad de sus edificios y sus templos nos recuerda que el tiempo envuelve a todos los seres en su manto de doble signo. Las cresterías que pretenden alcanzar el cielo, el dominio del espacio cubierto sobre el macizo de los muros, la decoración modelada en estuco, la creación de altares y estelas con inscripciones jeroglíficas, son los elementos con que la arquitectura compite con la exuberancia de lo que fue su entorno.
Los mayas transformaron el espacio de la selva para poder contemplar el firmamento y, bajo su signo, tener fe en la construcción de su destino. Tal fue la forma de elevar la voz para tejer, con la piedra, con el color y con la luz, el canto de la construcción de Palenque.
Aquí, los hombres de la selva encontraron una forma inteligente de volverla mujer benefactora. Así surgió el Templo de las Inscripciones, el Palacio, el Templo del Sol, los edificios de la Cruz, de la Cruz Foliada, del Bello Relieve. Todos ellos están hechos para engrandecer al hombre, y los relieves, tumbas y esculturas, para glorificarlo. La búsqueda de una escala humana en toda su arquitectura da a los edificios un carácter que acerca a los hombres con sus dioses.
En la organización de Palenque se mantiene una planeación que se relaciona no sólo con lo cotidiano, sino que obedece, en su orientación y su distribución, al conocimiento de la bóveda celeste y a los recurrentes caprichos de la naturaleza. En esta arquitectura destaca de manera notable un elemento único en Mesoamérica: el arco falso.
En Palenque la creatividad escultórica obró en fachadas de estuco, muros, frisos y cresterías. Los recintos interiores fueron adornados con tableros y lápidas de piedra que representan animadas formas humanas. En todo el arte palencano se armoniza prodigiosamente el universo y la historia grabados en escultura jeroglífica.
Con este inmenso juego del tiempo y la memoria, buscando con permanente afán a la divinidad, los mayas de Palenque crearon una señera arquitectura. En ella se combinan los espacios para encontrar la soledad que busca conocer los misterios del cielo y los espacios para vivir, a un tiempo, el temor y la alegría de la religión y el mito.
El hombre maya de Palenque dejó los volúmenes claros. Creó un horizonte en medio de la selva. Dio nido a la penumbra, movimiento al color. Descifró el lenguaje de los cuatro elementos esenciales de la naturaleza y ya en escultura, en volumen o en palabras, nos hizo ver el alma de las cosas supremas. En Palenque se encuentra, aún hoy, la forma sublime de alargar los ocasos para alcanzar el Sol.