oronto. 9 de septiembre. Una de las funciones más esperadas del festival fue precedido por un furioso aguacero que dejó empapados a varios de los asistentes. Aun bajo esas condiciones había que ver The Master, la más reciente obra de Paul Thomas Anderson, quien acaba de obtener el León de Plata en el recién concluido festival de Venecia. (Que Pietà, de Kim Ki-duk, se haya llevado el León de Oro sería motivo de una larga charla sicoanalítica con el jurado).
Otra razón importante para asistir a esa función en particular fue que sería la única proyectada en 70 mm, formato utilizado por Anderson en plena contradicción con la revolución digital. (La última cinta de ficción filmada en 70 mm había sido en 1996, cuando Kenneth Branagh dirigió su versión de Hamlet).
The Master, en sí, es una enigmática narración sobre el encuentro de dos personalidades opuestas y complementarias, de alguna manera.
A finales de la Segunda Guerra, el ex soldado Freddie Quell se queda a la deriva, atrapado en su ira, su dependencia del alcohol (que él mismo fabrica) y su obsesión por el sexo. Por azar, Freddie conoce a Lancaster Dodd (Phillip Seymour Hoffman), el grandilocuente líder de una secta conocida como La Causa. Por medio de su doctrina –que alguien acusa de charlatanería– el segundo trata de liberar al cuasi sociópata de sus demonios. Sin embargo, Freddie guarda sus reservas frente a La Causa, no obstante que ha establecido con Lancaster una relación íntima de padre-hijo.
Si bien se rumoraba que la película sería una revelación sobre el fraude de la cienciología –Anderson ha afirmado que Lancaster Dodd está basado en la figura de L. Ron Hubbard–, el drama apunta a algo más críptico e interesante sobre la búsqueda del sentido de la vida.
Con actuaciones arriesgadas de Hoffman y Phoenix (ambos premiados en Venecia), e impecablemente filmada por un cineasta cada vez más en dominio de su medio, The Master es una película a ser revisada y discutida. Pero no aparenta estar en el mismo nivel que la anterior, Petróleo sangriento (2007), obra que inspiraba asombro desde su primera visión.
Por su parte, el portugués Manoel de Oliveira estableció un nuevo Récord Guinness por ser el cineasta activo más longevo. Será difícil que alguien más iguale su marca. A los 103 años sigue filmando y tan campante. Su más reciente película, Gebo et l’ombre (Gebo y la sombra), es una producción francesa basada en una obra teatral de Raul Brandao. Por desgracia no se trata de algo mágico y encantador como fueron sus dos anteriores largometrajes, Excentricidades de una joven rubia (2009) y El extraño caso de Angélica (2010).
No queremos decir que los años ya le pesan, pero Gebo et l’ombre no logra escapar de su extracción teatral. Nunca dado a los movimientos de cámara ni a los múltiples emplazamientos, De Oliveira filma a sus escasos actores principales –Michael Lonsdale, Claudia Cardinale, Leonor de Silveira– de manera frontal, y prácticamente, salvo una escena al final, no sale del espacio de la sala de una humilde casa (aunque los actores hablan en francés, la película se sitúa en Portugal). El drama de una pareja de ancianos cuyo hijo pródigo (Ricardo Trêpa, nieto del realizador) resulta ser un hampón no es lo suficientemente intenso para resistir una puesta en escena tan estática. Pero a sus 103 años, ¿quién puede negarle el aplauso?
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