osotros somos raza de muy breve vigencia/, de rápido estertor y ausencia larga… y nuestro cuerpo, pudridero del hombre, falaz mansión de los dioses”. Animado por estos versos le pregunté a Ernesto de la Peña, uno de los mayores conocedores de las religiones en el mundo, quién era Dios para él o qué era.
Alzó los hombros y después me dijo: es el gran deseo incumplido de los que no creemos en él.
El traductor de Los Evangelios, el experto al que teólogos y rabinos consultaban para cimentar su credo, ya me había anticipado en una comida lo que decían sus versos y no precisamente de manera velada: que era un hombre sin fe, un ateo feliz que gracias a sus estudios sobre asuntos religiosos había llegado a conclusiones similares a las del científico Stephen Hawking: que no hay nada después de la muerte, que todo termina aquí, que no somos hijos de alguna divinidad.
Era un ateo pero no un iconoclasta. Mejor aún: era capaz de encontrar en religiones de todo el mundo algunas de las expresiones artisticas más elevadas de la música y la literatura.
Hace tiempo pensé que la llamada conjura del silencio, que el famoso ninguneo del que se había quejado Octavio Paz eran cosa del pasado.
La muerte del escritor Ernesto de la Peña me mostró prácticamente lo contrario: el erudito sin pedantería que conocía más de 30 idiomas, el humanista que aborrecía la deshonestidad de los políticos con sotana o sin ella, el melómano contratado por el Metropolitan Opera House como comentarista, el minucioso lector del Quijote y Hamlet y La Comedia y Rilke y Holderlin y Mallarmé y de la Biblia en la que encontró espléndidas metáforas y algunos tufos de misoginia, había permanecido en buena medida, al margen de la llamada república de las letras. Un poco por voluntad propia, es cierto pero sobre todo por el famoso ninguneo.
¿Por qué este fenómeno cultural de erudición notable
, como Carlos Monsiváis llamaba a De la Peña, había sido tan poco valorado? ¿Por su presencia en medios como la radio y la televisión?
Si uno revisa el indispensable Diccionario de escritores mexicanos de Aurora Ocampo, sorprenden las escasas referencias a la obra de este poeta. ¿Por qué? ¿Por no coleccionar títulos ni diplomas? ¿Por no haber entrado al circuito commercial de las novedades literarias?
Uno de los propósitos de Ernesto de la Peña fue, al parecer, compartir sus asombros y su gusto por los clásicos al mayor número posible de personas. Y si no logró eso como hubiera querido, la persistencia de sus obsesiones en la radio y la televisión nos hizo ver que autores como Goethe, Cervantes, Homero, Dante o Shakespeare son, en realidad, una actualísima voz de la tribu, la voz de lo que llamamos condición humana. “Es obligado –decía–, leer a los clásicos y es necesario alejarse de los libros de moda”.
De los muchos mitos que abordó Ernesto de la Peña en su obra de ficción, en sus traducciones y ensayos, tuvo un lugar destacado la accidentada y sorprendente leyenda del rey Arturo, el más famoso soberano irreal
de Europa.
En sus textos da cuenta cómo se construyó el reino de ese reino legendario donde cupo una isla, Avalon, que surge y se sumerge entre las aguas, y aquel mago profeta que ha inundado la fantasía de varias generaciones con sus historias inverosímiles y sus profecías: Merlín, una de las más notables creaciones de la imaginación literaria.
Ahora que Ernesto de la Peña cambió de costumbres, como dice el poeta, nos convendría acercarnos a sus textos para encontrarnos con algunos de los mejores momentos de la tradición literaria: con la sulamita y el unicornio, el dubitativo Tomás, o el Cristo niño, con el infierno circular de Dante, o con el poeta que escribió en un réquiem para cualquier hombre muerto que no podremos saber, ni siquiera en el alba de la vida, para qué esta estación perecedera, por qué los hombres somos raza de muy breve vigencia, de rápido estertor y ausencia larga.
Ernesto de la Peña nació en una biblioteca el 21 de noviembre de 1927. Hace unos días, el 10 de septiembre, murió en otra.