n varias ocasiones hemos mencionado a don Antonio García Cubas, particularmente en referencia a El libro de mis recuerdos, compendio de crónicas notables sobre la vida en la ciudad de México en el siglo XIX. El cronista aborda temas diversos, entre otros la vida de los grandes conventos a los que vio desaparecer por las leyes de Reforma. Consciente de la trascendencia histórica de este hecho, buscó visitarlos antes de su destrucción y nos brinda una crónica detallada de sus contenidos, costumbres e historia. Con la misma minuciosidad nos habla de las fiestas, tradiciones, monumentos, personajes. Sus cuadros de costumbres
sólo compiten con las deliciosas reseñas de la marquesa Calderón de la Barca.
Pues resulta que don Antonio, además de cronista, era un geógrafo de excepción que dejó entre innumerables obras el Atlas Pintoresco e Histórico de los Estados Unidos Mexicanos. El sobresaliente trabajo recibió felicitaciones de las sociedades geográficas más importantes del mundo. Contiene 13 mapas sobre los temas más diversos, enriquecidos con bellas cromolitografías.
Pero quizá su obra más relevante que le implicó un esfuerzo sostenido a lo largo de su vida es la Carta General de la República Mexicana, que constituyó un aporte fundamental para el desarrollo de la cartografía mexicana. No podemos dejar de mencionar el Diccionario Geográfico, Histórico y Biográfico de los Estados Unidos Mexicanos, que consta de cinco volúmenes, editados entre 1888 y 1891.
Hoy que concluye el mes patrio vamos a recordar una de las crónicas del ilustre García Cubas, en la que habla de los ostentosos festejos que organizaba Santa Anna, que se iniciaban con una misa solemne en la Catedral, a la que concurría el presidente con sus ministros y Estado Mayor, el gobernador del ayuntamiento de la capital y altos funcionarios civiles y militares.
Al salir, la comitiva que constituía el paseo cívico
, recorría parte de la Plaza Mayor y se dirigía por las calles de Plateros y San Francisco –hoy Madero– hasta la Alameda; ahí se había levantado un gran templete desde donde el gobernante y su séquito escuchaban la oración cívica, que consistía en el prolongado y farragoso discurso que decía un comisionado nombrado por el ayuntamiento.
Los primeros años después de la consumación de la Independencia, las palabras del orador solían estar llenas de improperios en contra de los españoles, al grado de que en una ocasión enardecieron de tal manera a la multitud, que tuvieron que sacar atropelladamente los restos de Hernán Cortés del templo del Hospital de Jesús, obra del conquistador, en donde estaba sepultado, ya que la turba tenía la intención de profanar la tumba.
El alegre desfile actual tuvo su antecedente en esa lúgubre procesión cívica, en que todos iban vestidos de negro, participando, además de los funcionarios mencionados, integrantes de los diversos gremios de artesanos, empleados y muchos particulares; si no hubiera sido por la música, con toda seguridad hubiera parecido un entierro.
En la noche del 15 se celebraba un acto en el Teatro Nacional –el que destruyó Porfirio Díaz para ampliar 5 de Mayo, que, por cierto, en una época se llamó Teatro Santa Anna–. A él asistía la antigua Junta Patriótica y lo encabezaba el presidente con su comitiva, la aristocracia y algunos poetas y cantantes.
Y ahora a comer con algo especial. El gentil Juan Carlos Canales, en su restaurante mediterráneo Maritiamo, que ocupa una hermosa casona de la colonia Roma, situada en la esquina de Yucatán y Chiapas, elaboró para esta temporada un menú mexicanísimo. A ver qué les parece: sopa de cilantro con esquites, carpaccio de res con sal de gusano, chicharrón seco y ensalada de nopales. El plato fuerte es un robalo acompañado de escamoles, gusanos y guacamole, bañado con una delicada salsa de escamol. El postre no desmerece: fondant de chocolate oscuro relleno de chocolate blanco y zapote negro, en salsa de mezcal.