sta pregunta es una de las que invitan al debate en torno a la democracia en América Latina que se inauguró ayer en El Colegio de México con el título de tercer Foro de la democracia latinoamericana. Los dos anteriores se celebraron igualmente en esta ciudad, bajo el auspicio de la OEA, el IFE, IDEA Internacional y El Colegio de México. La lista de participantes es un registro impresionante de personalidades involucradas con variable intensidad y desde diferentes capacidades en la conducción, el análisis o el desarrollo de procesos electorales. Destacan distinguidos políticos como José Manuel Zelaya, quien fue presidente de Honduras; Carlos Mesa, ex presidente de Bolivia; Hipólito Mejía, ex presidente de República Dominicana; Jorge Lara, ex ministro de Asuntos Exteriores de Paraguay; Dante Caputo, canciller argentino durante la presidencia de Raúl Alfonsín; Hamdeen Sabahi, quien fue candidato a la presidencia de Egipto en las últimas elecciones; Navin Chawda, que fue presidente de la Comisión Electoral de la India; Alicia Bárcena, secretaria de Cepal, y José Miguel Insulza, secretario general de la OEA.
El objetivo inmediato de la reunión es hacer un balance del estado de la democracia en la región latinoamericana, y, sobre todo, encender focos rojos sobre los problemas que pueden amenazar su continuidad. La guía en esta reflexión es el reporte preparado por la Comisión global de elecciones, democracia y seguridad –resultado de una iniciativa de IDEA y de la Fundación Kofi Annan– que lleva el mismo título de este artículo, y que presenta una estrategia destinada a preservar la integridad de las elecciones en todo el mundo.
La pregunta con que se lanza el debate es casi una provocación; aun cuando la respuesta sea obvia. Quien gana las elecciones gana una forma del poder y no todo el poder. Esto es así, por una parte, porque el poder no es monolítico, sino plural y diverso; y no obstante las dificultades que aquejan a las democracias latinoamericanas, creo que la diferenciación del poder político ha sido –o debería ser– una de las conquistas de la democratización.
El poder que ganan quienes triunfan en las elecciones es distinto de otros como el económico, el poder de las ideas o el de la comunicación, por citar sólo algunos. Muchas son las especificidades del poder político frente a éstos, desde el origen de su legitimidad –el sufragio– hasta el carácter público de los recursos que maneja, y sus metas que son bienes colectivos. Así, por ejemplo, elecciones competitivas son la vía privilegiada y legítima de acceso al poder político, lo cual no ocurre con las otras formas de poder que tienen sus propias vías de acceso. De ese carácter público se derivan obligaciones como la transparencia y la rendición de cuentas.
El hecho de que para acceder al poder político sea preciso competir en elecciones limpias y equitativas define otras de sus características, por ejemplo, la temporalidad: quienes ganan elecciones obtienen temporalmente posiciones desde donde deciden qué hacer respecto a bienes públicos; por ejemplo, dan prioridad a unos frente a otros.
Esto significa que más que ganar el poder, asumen la responsabilidad del poder, y habrán de rendir cuentas a quienes les dieron con su voto acceso a esas posiciones, tendrán que explicar el uso que hicieron de ellas, la manera como ejercieron el poder, o sus preferencias en el proceso de toma de decisiones, y la forma como conectan esas preferencias con las de su electorado.
Una segunda condición del poder político que se obtiene por la vía electoral es la autonomía. En principio, el poder político es el eje de la estructura que organiza e institucionaliza todas las otras formas del poder, y resuelve los conflictos entre intereses diversos y antagónicos. Sólo así podrá orientar el impulso de esos otros poderes en un sentido favorable al interés público. Sin embargo, sólo un poder político autónomo puede cumplir estas funciones de encauzamiento y equilibrio en el mundo de la participación y de la pluralidad de intereses que es el mundo de la democracia. No obstante su importancia, o precisamente por ella misma, la autonomía es una condición difícil de alcanzar porque sabemos que para lograr el poder político no basta el sufragio, sino que es preciso movilizar recursos que están en manos de otros poderes. Así, por ejemplo, en un país como México, la televisión interviene de más en más en la movilización de simpatizantes de políticos en campaña, en el desarrollo de la conexión entre candidatos y votantes, de la identificación entre ellos que le va a permitir al elegido actuar en nombre del ciudadano. Por esa razón el costo de las campañas electorales se ha multiplicado de manera exponencial. Tanto así que compromete la autonomía del poder político.
Sin embargo, son muchos los políticos que piensan que esa empatía está de sobra. Los candidatos al poder político recurren a los poseedores del dinero en busca de apoyo y, como dijo alguna vez Milton Friedman, there is no such thing as a free lunch. El poder político pierde autonomía cuando moviliza recursos externos económicos, y de otro tipo, como los de la comunicación. Estos últimos han desarrollado una enorme capacidad de influencia, la cual también limita al poder político, y no siempre para bien, sobre todo cuando forma uno solo con el poder económico. Su fuerza es tanta que puede llegar a cegar a los políticos, y a hacerlos perder de vista que quienes los hicieron ganar fueron los votantes en las urnas, y no los conductores de televisión en las pantallas.