ué oscuro es lo oscuro cuando cae la noche y los contornos pardos de las formas parecen el aura negra de una voluntad inhumana de desaparecer los contornos de todo, con violencia, si es preciso. Está en el aire, en el cielo invisible salvo al reventarle los relámpagos que hacen parpadear la ceguera del mundo, inundando de blanca luz sin futuro los seres, las cosas, por unos nerviosos instantes que no dejan huella.
Un dique apenas firme, como hoja de papel, intenta detener la tormenta, pero ya no puede más ante su inminencia salvaje. Nada lavará el cadáver aquí tirado, solo y sin testigos. Aunque afloje sus coágulos y le escurra la sangre, ni toda la lluvia del mundo limpiará la muerte de ese rostro apagado, roto, frío objeto de olvido.
–Dios no reparte bien; ¿será que se le olvidó cómo? –dice Brígido, obstinado en no encender la linterna, en obligarnos a respirar esa tiniebla como una penitencia, un peaje, un ritual de paso a las tierras de en medio. El rencor le habla al oído, dicta su parlamento:
–Dos años de pura sequía. Dos. Había usted de ver las grietas en estos predios, duelen de duras. No sobrevivieron las vacas y hasta los perros, que se las arreglan mejor, se fueron secando, ya ni la sarna prendía en sus pellejos. Qué le digo de lo que cultivábamos. El ejote. El maíz. El chilar. La lechuga. El tomate. La naranja. El nabo. La hierba de olor.
Aunque no andamos para bromas, a punto estoy de gritar ¡lotería!, pero qué bueno que no.
–Los muertos comenzaron antes. La fecha, estoy seguro mi mujer se acuerda, si le pregunta. Primero uno, o dos. Luego grupos. Gente desconocida, de otros estados digo yo. Como que más indios que uno. Primero no supimos ni cómo, nomás amanecían ahí. Luego nos dimos cuenta de las picap, una vez un volteo, que los venían a botar. Medio los enterraban, primero. Luego ni eso. Primero nos dio miedo. Comenzaron a venir judiciales, ministerios, soldados, hacían sus apuntes, nos interrogaban hasta cansarse, a veces se ponían groseros y no, nosotros pues nada, no sabíamos nada, sólo los carros de noche, imagine orita, llegando, yéndose.
Ni modo de acercarnos. Avisábamos, y mejor que no nos vieran. ¿Hombres armados? Sí, hasta los dientes, declarábamos, pero y qué. Ya luego los judiciales dejaron de molestarnos. Siguen viniendo. A ver si mañana pasan por éste, aunque uno solo a lo mejor lo dejan para los zopilotes, que hasta ellos tienen hambre desde que del ganado quedaron cuero y esqueleto.
Gordas gotas de lluvia comienzan a golpearnos. El calor es raro, como desganado. Rápidamente, precedido de dos sonoros y lacerantes rayos, se instaura el aguacero. Nuevamente el rencor habla al oído de Brígido:
–Ora va a llover hasta que se canse. El agua se va a juntar en el río que está seco y nos va a pasar a inundar, ya verá, los predios de abajo. Hay casas. Ni tiempo tendrá el suelo de chupársela. Torrentes con troncos, animales ahogados, el basural del tiempo. Esos ribereños ya han de venir corriendo para acá. Le digo que Dios no sabe repartir. Al daño de la seca le sigue la inundación. Vinieron ayer de la comisión de aguas para avisar de un huracán en la costa. Todo nos pasa a nosotros, aunque estemos lejos.
Como quien hace una broma fuera de lugar, Brígido enciende al fin la linterna y apunta al cadáver ahora que ya no se le puede ver, las cortinas del diluvio tapan las formas y el haz de foco baila, sordo y quebrado. Inútil. No intentamos guarecernos. Lo que menos nos molesta es mojarnos el sudor tierroso, el olor a muerto impregnado en la ropa y el pelo. Brígido grita para hacerse oír:
–Estos pobres cuerpos nunca tienen nombre. He pensado que de alguna parte están desaparecidos y alguien los espera, o los busca, o los llora cada mañana, o ya se aburrió de llorar. He visto cómo les engrapan un número cuando los levantan. Nadie es más nadie que ellos.
La tormenta lo calla. Nos envuelve un enorme animal negro de húmedo pelambre. Sus dientes son los rayos, el agua sus garras, el suelo rabioso amenaza tragarnos aquí entre los cactos mustios, tirando coletazos. ¿Quién se enteraría? Seríamos si acaso, si nos encontraran, un número engrapado.
Una lluvia cruel. Comprendo el rencor de Brígido, a buena hora cae cuando ya para qué. Alza más la voz:
–Pensamos en irnos, pero a dónde. Nos iría peor, digo yo. Nos escondemos nomás. Oímos los carros y sabemos que no hay que salir. Si se acercan a lo que sea a las casas, mandamos las abuelitas. Los niños se pegan por argüenderos y regresan contando que vieron a los asesinos, que esos no tienen miedo. Porque eso es precisamente lo que tenemos y de todas las maneras, miedo. Con él se vive. También de día, no sólo cuando es así de tarde.
El agua no para. Brígido da media vuelta, de regreso a las casas. Se acabó el paseo. No pide que lo sigan. Ni que hubiera de otra. Uno ya parece que se va a quedar aquí chorreando, en la oscuridad que te decía.