a modernidad nació de un desencanto profundo y extendido con las tradiciones del medioevo. Pero la modernidad no excluyó de la sociedad el conflicto: lo multiplicó. Puede decirse que sociedad es conflicto, por el gran número de fuentes que lo generan sin tregua, ciegamente.
Las sociedades occidentales han acumulado tal cantidad de conflictos que ya no producen consensos de cómo convivir con ellos; hace tiempo que el desencanto, ahora con la modernidad, crece sin cesar, e incluye los conflictos de enormes segmentos sociales de Occidente
que quedaron atrapados en un espacio que no es ni de lejos la tradición, y tampoco parece ser un lugar con puerta de acceso a la modernidad.
Por supuesto que en las sociedades modernas las luchas entre las clases, las que son propietarias de medios de producción y los asalariados es, especialmente en el marco de un crisis epocal, como en la que vivimos, la principalísima fuente de conflictos. Pero en una arborescencia que está a la vista esas luchas generan incontables conflictos diversos que se autorreproducen sin descanso.
Frente a esas realidades, con su nacimiento y desarrollo, las sociedades occidentales debieron generar miles de normas: de carácter social, nacidas de costumbres y tradiciones, y su incumplimiento puede producir el repudio de al menos una parte de la sociedad; normas religiosas, dictadas por una autoridad de ese carácter que resultan obligatorias para los creyentes y sus particulares formas de sanción; normas morales, algunas de las cuales alcanzan aceptación general, y normas morales diferenciadas para grupos sociales particulares; normas jurídicas, obligatorias, formuladas por el Poder Legislativo, que conllevan la descripción de la sanción por su incumplimiento.
Las sociedades modernas produjeron este mundo de normas para mantener la vida regulada y mantener cohesionada así a la sociedad misma.
Pero este castillo normativo puede venirse abajo en cualquier momento: la espada de Damocles pende sobre toda clase de poderosos, sean los surgidos de los procesos políticos o los autocreados poderes fácticos. Ello ocurre en la mayoría de las sociedades del mundo de hoy; en México es más que evidente. Pende sobre los poderosos porque la anomia se está apropiando de la cotidianidad.
Emile Durkheim escribió que no era posible pensar en la acción social de una forma absolutamente libre, porque sin normas no pueden existir convenios para la armonía en una sociedad y guías que colaboren con una conducta que sea favorable para todos. Robert K. Merton vio la otra cara de la moneda: expresó que la anomia es sinónimo de falta de reglas y control en una sociedad y su resultado es una gran insatisfacción por la ausencia de límites respecto a lo que pueden desear y obtener sus miembros civilizadamente.
La anomia mexicana en ascenso se expresa de mil formas. Las conductas que expresan los poderes aludidos, especialmente en los últimos 30 o 40 años, han rodado sobre eficientes vías de corrupción profunda y de inmoralidad inacabable. Lo que vimos en Playa del Carmen con Elba Esther Gordillo ha alcanzado una cota de corrupción e inmoralidad, de anomia total, que difícilmente alguien puede igualar; el acto de relección de Romero Deschamps –teniendo en cuenta su historia sindical–, el cínico rejuego del circo político mexicano no puede ser sino una eficaz pedagogía de y para la sociedad que, de modo absolutamente esperable, se inscribe igualmente en una anomia que se extiende como un derrame petrolero más de la paraestatal que todo lo contamina en las aguas de nuestros mares, ríos y manglares.
Políticos que roban; mercaderes que roban; banqueros que roban; líderes sindicales que roban y se vuelven multimillonarios; gasolineros que inventaron los litros de 800 mililitros; civiles que ordeñan los ductos de Pemex; directivos de Pemex que hacen negocios turbios; excedentes petroleros de los que nada se sabe; curas pederastas aquí, allá y acullá; traficantes de niñas y niños adolescentes integrados a la prostitución o a los mercados al menudeo de estupefacientes; impunidad sin límite en el Poder Judicial; civiles por millares que consumen energía eléctrica con diablitos
; criminales encarcelados que continúan controlando el crimen desde sus celdas; secuestros y asesinatos de miles de inmigrantes centroamericanos; más de 3 mil universidades
privadas, la inmensa mayoría de las cuales timan a los alumnos; partidos políticos que trabajan para su santo; guarderías infantiles que son graves amenazas para los niños; mineros que son tragados por la tierra para siempre y a los dueños no les pasa nada; gobernadores que se apropian de las arcas gubernamentales; trampas sin fin en los procesos electorales; soldados y policías entrenados para volverse parte del crimen organizado; empresas que tienen los instrumentos para eludir el pago de impuestos; desvergüenza y corrupción a manos llenas en los medios que manipulan a la sociedad; políticas económicas expresamente diseñadas para enriquecer más a los ricos y empobrecer más a los pobres; comunidades indígenas brutalmente discriminadas y escarnecidas. No alcanzan las páginas de La Jornada para enumerar los oprobios materia prima de la anomia a cuyo crecimiento no se le ve freno y que no puede conducir sino a revueltas sociales y a represión.
Poderes/topo (ciegos); poderes/murciélago (ciegos); poderes/pez lucífugo (pequeñísimos y ciegos); poderes/tuco-tuco (roedor minador ciego). Estos poderes se desplazan jactanciosos y sin conciencia de sí en el océano en formación de una anomia en la que, un día, perecerán ahogados. Por lo pronto mueren de risa sin saber nada de nada acerca de su propia impudicia.