or qué los funcionarios con tanta frecuencia se niegan a reconocer que se pueden equivocar al tomar decisiones? No me refiero a los de otros países, donde renuncian hasta por ser infieles a sus esposas. Y van a la cárcel por hacer obras públicas o negocios para lograr dinero fácil en compañía de amigos y familiares.
Hasta los reyes ya piden perdón por sus excesos. Como Juan Carlos, que indignó a millones de españoles y a medio mundo cuando se fue en secreto a matar elefantes a África y a ponerle por enésima vez cuernos a su esposa, Sofía. O Vladimir Putin, tan eficiente en desaparecer a sus oponentes políticos y mandar a la cárcel a quienes lo critican (como las cantantes del conjunto Pussy Riot). Pero el zar de la nueva Rusia acepta que algunos actos públicos donde se le muestra defendiendo especies en peligro de extinción son escenificaciones muy bien preparadas. Como cuando apareció acariciando al tigre del Amur o a un oso polar. Ambos ejemplares estaban bajo los efectos de somníferos.
En México, en cambio, los funcionarios son infalibles. Iluminados, como el papa. Nunca olvidaremos a Díaz Ordaz defendiendo la represión contra los estudiantes en 1968. Y menos al H. Congreso de la Unión y a la Suprema Corte de Justicia de la Nación aplaudiendo a rabiar sus acciones criminales. O la furia soez de algunos legisladores cuando su par, Porfirio Muñoz Ledo, se atrevió a interpelar al presidente De la Madrid durante un informe de gobierno. ¡Lo que le dijeron a Porfirio!, que desacralizó así la ceremonia en que el mundo le agradecía al presidente en turno tantos favores recibidos, mientras el país se hundía en la crisis. Tampoco el licenciado Calderón reconoce que se equivocó con su guerra contra el crimen organizado: deja miles de muertos, violencia, inseguridad e impunidad. Además, la imagen internacional de México hecha añicos. En el planeta somos noticia por los miles de muertos que suma su sexenio.
Un caso extremo de negar lo evidente lo ofrece el gobierno turco al tratar de ocultar su culpabilidad en el genocidio armenio ocurrido hace ya casi un siglo. Murieron casi 2 millones de personas y miles fueron obligados a emigrar para siempre. Sus casas saqueadas y sus propiedades confiscadas. Los turcos se ensañaron con las mujeres y los niños. Varios países, como Francia, condenan oficialmente ese genocidio. En Estados Unidos está en suspenso porque la Casa Blanca no desea molestar a su aliado en Medio Oriente. Varios periodistas han muerto en Turquía por pedir que se cuente la verdad y se pida perdón; otros han ido a parar a la cárcel. Se libró de ella el Nobel Orhan Pamuk (severo crítico de esa matanza) gracias a la presión internacional.
Precisamente Armenia limita con la república de Azerbaiyán, conocida ahora por los mexicanos porque el Gobierno del Distrito Federal erigió un monumento en honor de quien fue su presidente, Heydar Aliyev. Un dictador y asesino, causante de cientos de muertos e incontables violaciones a los derechos humanos. Se permitió construir ese adefesio (¡y se garantiza su permanencia durante un siglo!) a cambio de dinero para restaurar la plaza Tlaxcoaque. El monumento en homenaje al ex dictador hace juego con otro igualmente indeseable: la estela de corrupción del actual sexenio. La ciudadanía ha expresado su repudio y exige su demolición. La respuesta de las autoridades no ha podido ser más lamentable: nombrar una comisión que analice el asunto. Tarea inútil, pues los crímenes de un sátrapa no se borran con comisiones ni las erráticas y tontas declaraciones de algunos funcionarios que ocultan cómo se acordó erigir tal disparate y la procedencia real del dinero para remodelar Tlaxcoaque.
Muchos votamos hace seis años por Marcelo Ebrard para gobernar la ciudad. Reconocemos sus logros y fallas. Él quiere ser presidente de México en 2018. El camino para lograrlo pasa por la transparencia y el respeto a principios fundamentales de la vida humana. Por eso, a su biografía Ebrard no puede sumar un acto de gobierno tan negativo como es rendir homenaje a un torturador. Y en el colmo, en un espacio público. Ni ignorar el justo rechazo de la ciudadanía. Errar es humano, señor Ebrard. Rectifique.