a foto salió tal como los actores del presente político la desearon. El presidente electo, Enrique Peña Nieto, al centro del conjunto con ademán de agradecimiento por la conciliadora apertura alcanzada. A sus lados, los elegidos por los votantes de las llamadas izquierdas. Dos de esos personajes mostrando amplias sonrisas: Nieto y Graco, el concertador de Morelos, en su cresta triunfal. El resto con esos aires que aspiran a la solemnidad y terminan en anodina circunstancia. Sin embargo no es, por sus significados, una fotografía cualquiera. Resume en su esencia mucho de la concepción y ánimos dominantes en la esfera federal: todo por un retrato para la galería. Al mismo tiempo, revela las pretensiones y hasta los alcances de los otros cinco personajes allí conjuntados por su plena voluntad.
Lo que nunca llegará a significar tal reunión de disímbolos mandones dibuja la incapacidad del liderazgo actual para construir una república sana, prospera y justa. No llevan prestos consigo mismos los instrumentos y, menos aún, el compromiso vital que les posibilite ensayar el cambio ansiado. Lo que por añadidura se delata en el retrato es la mezcolanza endulzada de intereses y la confusión de visiones que, en la práctica cotidiana, debían oponerse. Allí se vieron las caras una restauración autoritaria con la dependencia disfrazada de institucionalidad de las partes menores. Allí se estrecharon manos gobernantes que debieran embadurnarse con el descontento de varios millones de hombres y mujeres que habitan en sus estados y que no se sentirán por ellos capitaneados.
Los desplantes de Peña Nieto suficientemente apuntalados en sus viajes y, en especial, por sus ofrecimientos adelantados de reformas definen con claridad los enfoques venideros en la panorámica que se comenta. Se trata de trasmitir un ánimo de colaboración, de buenas y hasta graciosas intenciones entre los diversos y hasta opuestos. En el fondo, se delata el afán reduccionista de la política a los tratos siempre acicalados con buenas maneras y cortesías dignas de folletines publicitarios. Todos, sin importar origen o el destino que empollen en sus adentros los concurrentes, tendrán un lugar en el envoltorio difusivo. Aquí y ahora lo central es la figura, el perfil que va siendo delineado y que se consolida en la forma de una imagen atractiva y pacificadora. Así se ganó la candidatura en la pasada elección. Con ese instrumental de tomas, promesas y poses se gobernó (es un decir) en el Edomex. Y así se pretenden manejar desde la cúspide del Ejecutivo federal los asuntos presentes y futuros de esta angustiada República.
Los que representaron en la foto feliz a las izquierdas terminaron con sus miradas y gestos ante las cámaras insertando su boleto a la fiesta de la gente grande. Los de arriba ya les tantean alforjas, reciedumbres y capacidades. Las fidelidades apegadas a los deseos y necesidades populares están por verse, pero no se barruntan suficientemente arraigados en sus pergaminos. Lo más probable es que terminen defraudando esperanzas e inocencias de aliados y votantes. Con seguridad eso hará el guerrerense. Su pasado y compromisos adquiridos, cristalizados en las llamadas alianzas entre intereses tan disímbolos, (PAN y PRD) prevalecerán sobre cualquier deseo de bienestar colectivo. Lo adelantado por el oaxaqueño no da para esperar algo distinto a sus confusos trasteos ya conocidos. Y en Morelos, con los arranques de independencias y méritos autopropalados, tampoco habrá las concreciones de una misión que se vislumbra, desde su arranque, con aires desmedidos. En esos tres estados el voto por la izquierda, ya bien arraigado desde mucho antes de la aparición de tales candidaturas, sufrirá en la medida que la cacareada institucionalidad sea usada como excusa para paliar subordinaciones y ocultar negocios con el poder federal.
En Tabasco todo está por comenzar o por acomodarse, tal y como se esperaba sucediera en Oaxaca. La pelea por la gubernatura ha sido recia, truncada por el fraude continuo de un priísmo de la más enredada y vetusta catadura. El atraso social tabasqueño es secular, extendido e inequitativo. Las posibilidades de triunfos rotundos no se esperan factibles, pero las bases para reconstruir la vida en común sobre valores solidarios son prometedoras. Todo radicará en la clase de trabajos en los que se adentre el ya reconocido gobernante actual. Ahí tiene, si quiere adquirir el compromiso de una aventura justiciera, el sostén humano que puede soportarla. Arrellanarse con lo establecido es una ruta segura a la mediocridad. Para lo demás hará falta ensartarse en un combate continuo con la desigualdad imperante. La ruta que se definirá en la capital del país no se espera tampoco de gran aliento y, menos aún, innovadora para asentar, en la conciencia ciudadana, las bondades de una izquierda moderna y enraizada en las preocupaciones de la gente. Las bases sociales con las que se cuenta, por las acciones de gobiernos pasados, son sólidas pero, ciertamente, incompletas y hasta manoseadas por el clientelismo faccioso. El aparato del Gobierno del Distrito Federal permite un grado de independencia que no tienen los estados. Con él pueden ensayarse etapas superiores del incipiente Estado de bienestar que ya camina por méritos propios. Luego se verá, aunque hay poco sustento de esperanza efectiva, si el recién electo jefe de Gobierno retomará esa senda o la dará por concluida.
Lo cierto es que las luchas y desvelos de los votantes de la izquierda mexicana apenas se cristalizan en los talantes de los personajes que se reunieron con Peña Nieto para tomarse la foto del recuerdo. La señal enviada no augura que, los ahí captados por las cámaras, respondan a la urgente y pospuesta reconstrucción para lo que fueron electos. Al menos unos de ellos (a lo mejor todos) tienen, bien interiorizados y definidos, a sus reales mandatarios.