na vez relecto, Barack Obama se puso en la mesa, ya con cierta premura, el asunto del precipicio fiscal, que domina en el corto plazo las decisiones en torno a los ingresos y los gastos del gobierno y sus consecuencias en el desempeño de la economía.
La política fiscal en Estados Unidos está hoy delimitada por la Ley de Control Presupuestal de 2011, que deberá entrar en vigor el primero de enero de 2013. Cuando ésta fue promulgada, se consiguió elevar el nivel de la deuda federal para evitar una parálisis gubernamental y seguir operando en el marco de las condiciones de intervención pública requerida por las repercusiones de la crisis financiera. El objetivo de la administración Obama en ese entonces era no provocar una mayor caída de la actividad productiva y del empleo.
Pero los compromisos fiscales tienen fecha de caducidad. Ahora es ineludible una negociación en el plano de un segundo término de Obama en la Casa Blanca. Así, el Congreso tendrá que llegar en apenas unas semanas a acuerdos viables y operativos de manera inmediata.
El primer día del año entrante se terminarán los recortes temporales estipulados a las nóminas, lo cual significará un incremento de 2 por ciento a los impuestos a los trabajadores. Lo mismo ocurrirá con algunas deducciones fiscales para las empresas y las tasas mínimas que se pagan; se acabarán los recortes fiscales de 2001 y 2003, y comenzarán a aplicarse las contribuciones relacionados con la ley sanitaria promovida por este gobierno.
Por otro lado, los recortes de los gastos acordados como parte del techo fiscal de 2011 entrarán en vigor con carácter automático. Ello significa que se afectarán más de mil programas públicos, que incluyen rubros del presupuesto de la defensa y del seguro de salud (Medicare).
La combinación de esas dos fuerzas, el aumento de impuestos y el recorte de los gastos públicos, tendrían un severo impacto recesivo en la economía, aunque reducirían el déficit y, con ello, la presión sobre la deuda pública. Esto es precisamente lo que conforma el precipicio fiscal
y lo que la política pública implementada por Obama quiere evitar, pues hay indicios de una recuperación, aunque sea modesta, de los indicadores económicos. Para ello se necesita una negociación política y partidaria muy eficaz. Obama consiguió capital político con la relección.
La medidas fiscales arrastradas desde la presidencia de George Bush, entre ellas la disminución de los impuestos para los grupos de la población con mayores ingresos y el financiamiento de la guerra en Irak y Afganistán, llevaron a los acuerdos de 2011. En los próximos días van a prescribir y ahí se ubica la intención de Obama de elevar los impuestos a quienes más ganan, y todo eso en un marco en el que ha crecido significativamente el grado de desigualdad social en ese país.
En el trasfondo de la ríspida polémica con Romney durante la campaña electoral estaban la sombra del precipicio fiscal y las visiones contrapuestas acerca de cómo enfrentar la condición de muy alto endeudamiento público. La deuda creció de modo vertiginoso con la intervención para salvar a los grandes bancos luego de la quiebra de Lehman Brothers en septiembre de 2008. Se trata de una deuda multibillonaria, la cual seguirá creciendo hasta que se recompongan algunas condiciones para empezar a amortizarla. Por ahora no hay más alternativa que más Estado por la vía fiscal, y en eso residió buena parte del choque político e ideológico de la campaña electoral recién terminada.
Así pues, las posturas contrapuestas de los entonces candidatos a la presidencia expresaban concepciones muy distintas sobre el papel del Estado en la economía y, de modo más particular, de la gestión de las finanzas públicas. En este sentido, Obama representa hoy una visión del Estado y eso en plena crisis económica, que se diferencia de modo relevante no sólo con las posiciones más extremas del Partido Republicano, como fueron las del Tea Party, y su fundamentalismo fiscal, sino incluso con las posturas más conservadoras, como las del propio Romney.
Pero incluso están enfrentadas a las propuestas muy rígidas en materia de ajuste fiscal que impone el gobierno alemán en la zona euro y, en especial, en Grecia, España e Italia. Igual ocurre fuera de esa área, como es el caso de Gran Bretaña, donde la coalición que gobierna no puede arrastrar la economía fuera de una severa contracción productiva.
Hay un contraste –y no es menor– en las condiciones de la recesión asociada con la austeridad fiscal en ambos lados del Atlántico. No se trata de un asunto meramente técnico, tiene que ver en esencia con una idea distinta del quehacer político.
Las decisiones fiscales son eminentemente políticas y luego tienen una expresión técnica que se plasma en el presupuesto federal y las leyes correspondientes. Cuando se alteran estos términos y se colocan por delante los criterios técnicos, como puede ser la preservación de la estabilidad macroeconómica, se crea una trampa para los ciudadanos. La fiscalidad es el medio de transmisión más directo de un gobierno con los gobernados, y por ello va más allá de las puras consideraciones económicas, que suelen ser las más cómodas.