l jueves 15 de noviembre se constituyó el Tribunal Electoral Popular (TEP), integrado por ciudadanos que asumieron la tarea de recibir y considerar alegatos sobre la elección presidencial mexicana de 2012. En los ámbitos de la libre actuación ciudadana y de la conservación y depuración de la memoria pública, el TEP ha construido un expediente sobre las características de esa elección; ha examinado la actuación de las autoridades electorales y emitirá un fallo alternativo. Es claro que éste no tendrá fuerza jurídica. Tendrá, en cambio, un claro valor cívico, testimonial e histórico. Con base en textos que elaboré entre julio y agosto últimos, resumo mi alegato ante el TEP.
Encuentro que no fueron escasas ni triviales las razones para impugnar la elección presidencial de 2012. Abarcaron desde la construcción, a lo largo de muchos meses, de la realidad virtual de una candidatura invencible, a través del manejo reiterativo de las encuestas, hasta el gasto inmoderado en una campaña electoral que no se detuvo ante ningún límite y rebasó todas las cotas imaginables. Incluyeron también operaciones de coacción y compra de votos, millonarias en dos sentidos: por el volumen de dinero canalizado a las mismas y por el número de sufragios que se pretendió e, infelizmente, se logró adquirir para favorecer esa candidatura imbatible. Comprendieron coberturas informativas desequilibradas y sesgadas, iniciadas años antes para edificar la figura de un líder atractivo, telegénico, que en su momento asumiría el rol prestablecido, y acentuadas hasta la saciedad en el año electoral y en los meses de campaña. Resultaba imperativo agotar todos los recursos legales para examinar cada una de esas razones para impugnar, reparar los resultados y otorgarles la credibilidad de la que carecieron.
En las semanas y meses siguientes a la jornada comicial no cesó de crecer –en número e importancia– la acumulación de indicios y evidencias sobre la naturaleza, extensión y alcance de las múltiples irregularidades que viciaron el proceso. Se integró progresivamente la realidad abrumadora de un proceso regido y controlado por montos ingentes de recursos financieros, más allá y por encima de los originados en el financiamiento público de partidos y campañas. Se fortaleció, en consecuencia, el reclamo ciudadano para que se aclarase –con suficiencia y oportunidad, es decir, antes de la calificación de los comicios– el origen y destino de esos recursos, así como diversos otros actos presumiblemente ilícitos, o al menos irregulares, ocurridos antes y durante la campaña, determinantes del resultado electoral. Para mediados de agosto, la declaratoria de invalidez de la elección aparecía ya como un imperativo ineludible.
Este imperativo no surgió de uno solo de los ilícitos o irregularidades denunciados, considerado de manera aislada, aun del más grave o lesivo de ellos, como la coacción y compra del voto. Derivó más bien de su conjunto, de su sumatoria. Es el cúmulo total de infracciones –cada una de las cuales debió ser investigada a fondo antes del cierre del plazo legal de calificación– lo que dañó de manera irremediable la libertad y la autenticidad de los sufragios emitidos en la elección presidencial y lo que hacía ineludible la declaración de invalidez.
A pesar de lo señalado, el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación declaró válida la elección. De esta suerte, por segunda ocasión consecutiva el país será regido por un gobierno federal constituido en forma legal, pero carente de legitimidad. La brecha entre legalidad y legitimidad resultó aún más notoria pues el tribunal decidió no agotar el plazo establecido para concluir el proceso de calificación y anunció su decisión antes del 6 de septiembre. Se tornó evidente que prefirió desechar, actuando con ligereza o al menos con premura, las causas de invalidez que le fueron presentadas, a pesar de que las informaciones e indicios que las apoyaban continuaban acumulándose y que, bajo cualquier supuesto, resultaba indispensable agotar la investigación relativa a las mismas por los órganos concernidos, dentro de la esfera de competencia de cada uno. Si algo resultaba necesario, en cuanto a ese plazo, era explorar la posibilidad de ampliarlo, ante la excepcionalidad de la situación y la conveniencia de contar con tiempo adicional para realizar investigaciones exhaustivas. Fallar cuando aún se disponía de tiempo, estando a la vista de todos extremos de las denuncias e impugnaciones que no fueron debida y suficientemente examinados, equivalió a un incumplimiento flagrante de la responsabilidad política e institucional del tribunal: garantizar que se cumpliesen los supuestos constitucionales del proceso electoral y que, por tanto, se tuviese certeza de su resultado.
De cualquier manera, dado el carácter inatacable de la decisión del tribunal, con el anuncio de su fallo se dio vuelta a la página. Conviene meditar sobre las múltiples consecuencias de una decisión de esta naturaleza, sobre todo por el hecho de que se adoptó –en condiciones semejantes, aunque de tipología diferente– por segunda ocasión consecutiva.
Resalta el daño que se infirió a la credibilidad de los procesos electorales, elemento central de una democracia electoral funcional y reconocida. La electoral había sido la dimensión de la democracia en la que parecía haberse registrado el mayor avance desde mediado el decenio de los años 90. Con la conclusión que tuvo el proceso electoral de 2012 se creó una situación paradójica: tras dos razonablemente aceptables, en el último decenio del siglo pasado, en el presente se han legitimado dos procesos viciados: el primero por la negativa a establecer la certeza del cómputo y el segundo por la negativa a investigar a fondo y con exhaustividad irregularidades cuyo número y gravedad establecía el imperativo de la invalidez.
Cierro este alegato recordando que en la experiencia latinoamericana (Argentina, Brasil y Chile, entre otros casos) se ha dado por instaurada o restablecida la democracia electoral tras los primeros comicios libres después de uno o varios episodios de gobierno dictatorial. En estos casos, la experiencia positiva se ha reproducido en los procesos electorales sucesivos y puede hablarse, por tanto, de democracias electorales consolidadas. Tras la experiencia tan contrastante de los últimos cuatro procesos no es posible decir algo semejante de México. La confianza en las instituciones electorales ha sufrido una merma muy difícil de remontar. La oleada propagandística poselectoral –que se mantiene hasta noviembre–, dedicada a exaltar como indiscutible la excelencia de dichas instituciones, no va a restaurar por sí misma ese déficit acrecido de credibilidad.