Opinión
Ver día anteriorViernes 23 de noviembre de 2012Ver día siguienteEdiciones anteriores
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La poesía es cicatriz en la escritura
T

ierna memoria de aquella novia morena tan grata como triste, enredada en misteriosa telaraña de nuestras palabras, instaladas sobre la presencia solo instante en el tiempo en que la acariciaba con suavidad y parecía sentirse el eco de mis palabras abriendo ondas circulares en huellas olvidadas en la conciencia teniendo como espejo, un espejo tan encendido que todo lo demás quedaba reducido a sorpresa tras sorpresa, en palabras, muchas palabras, que se presentaban de improviso, al margen de lo esperado, para que la carne se estremeciera y no tanto de placer, curiosamente, como de emoción, que no es lo mismo.

Su fuerza vital anegada de luz por su palabra adquiriría una consistencia misteriosa secreta que sólo la actividad de la fantasía lograba infundirle pasión que no estaba ni ella en mí, sino en el vínculo, que le daba su toque perverso de indispensabilidad, de necesidad absolutista de más, de exigencia vital, de lo que no puede faltar, en una irreprimible ansia de reducirla a mi palabra, a fin de crear el ilusorio fundamento de su presencia que era ausencia y deseo inevitable de más y más, de algo que nunca terminaría.

Furor erótico de más y más que rompiera esa chatura emocional de versos convencionalmente rimados que pagaban su deuda a la ternura como obligación contraída en el matrimonio y dieran inicio a la mirada, la voz y las coincidencias del azar del momento, promotor de la certidumbre del reloj de los cuerpos, terrenos de los ritmos, en la granja extraterritorial de múltiples palabras que le daban a ella, su palabra, porque era carne de toda palabra, fundamento de roca de todo el templo del verbo que era cuerpo que pedía más y más sexo y palabras, en esa condición reprimida por una cultura asustada de la fuerza de la mujer.

Valle erótico de palabras que llegaban hasta el infinito y no tenían origen ni final; porque su presencia-ausencia, la llevaba a sorpresas que rompían los mitos uno a uno, lo establecido, y nos mandaban a los parajes de la poesía de la piel, que hablaba una escritura que requería ser descifrada y traducida, desde el desamparo original, especie de anunciación de nuevas palabras de las huellas, que no guardaba ninguna finalidad, más que el no-origen, y parecían cumplir en la vida un papel mucho más recóndito. Palabra que como el relámpago que vibra, no tenían sucesión en el tiempo, pero nos iluminaban de manera impresionante, como si de un modo poderosamente fugaz se pusieran al descubierto las entrañas de nuestra vida espiritual, dejando sellados nuestros sexos con el dulce saber inclemente de la existencia.

Fusión erótica en que el cuerpo tomaba la parte que le correspondía en la palabra, para que todo fuera una continuidad inacabable de encuentros no esperados, acicateados por la palabra que despertaba recuerdos, huellas de otras huellas, y articulaba cuerpos y palabras, más allá de toda inteligencia del deseo, para que surgiera la pasión de inspiración traslúcida y penetración celular, bola de cristal, buscadora de signos y nuevas palabras para articular la poesía del azar, de inspiración subjetiva.

Derrida, Jacques. Semiología y gramatología (“información sobre las ciencias sociales VII, 3 de junio de 1938)