n el contexto de un proceso de reorganización hegemónica del imperio a escala global, y con la excusa del combatir a la criminalidad, durante el sexenio de Felipe Calderón se desarrolló una guerra encubierta contra lo que quedaba del Estado social interior, que profundizó la desarticulación de lo público en beneficio de una plutocracia, nacional e internacional, que continuó concentrando de manera escandalosa los recursos, el conocimiento, la riqueza y el poder.
En un periplo que arrancó en los gobiernos neoliberales del Partido Revolucionario Institucional (PRI), con Miguel de la Madrid, Carlos Salinas y Ernesto Zedillo, y continuó en los dos sexenios de Acción Nacional (PAN), con Vicente Fox y Calderón, el Estado mexicano y sus instituciones, articulados de manera subordinada a la red de control corporativo mundial, aseguraron la privatización de lo público, y también la penetración en los ámbitos más privados, como parte de un proceso de reorganización de lo público y lo privado en el que se han desdibujado las fronteras entre uno y otro ámbito.
Resultado de lo anterior, la élite económica y financiera depredadora global penetró en la jurisdicción y la autoridad del Estado mexicano, y controla hoy los mecanismos de decisión, empujando hacia una apertura total, tanto del Estado como de la nación, dejándolos indefensos. Cabe recordar que el sistema corporativo –por oposición al democrático del pregonado demagógico discurso oficial–, es jerárquico (restringe el derecho de decisión de la tecno-burocracia y la clase política), cerrado y orgánico (opera con espíritu de cuerpo), tiende al monopolio y concibe al conflicto como perjudicial. Se desarrolla así una suerte de esquizofrenia entre un discurso que reconoce como único principio de legitimación a la democracia –así sea restringida o procedimental– y unas prácticas políticas y sociales violentas que la desmienten.
Como sostiene Pilar Calveiro en su obra Violencias de Estado, mientras los centros de poder se cierran, la democracia formal garantiza la apertura de las periferias (regionales, sociales, étnicas) para su penetración
. De ello se encargan las élites políticas que generan, desde dentro del mismo Estado nacional, su debilitamiento corrosivo y su descrédito, así como el desmantelamiento de sus instituciones públicas, con la consiguiente pérdida de autonomía y soberanía estatales.
Para la consumación de esos objetivos, la red corporativa global utiliza a sus perros guardianes, el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, y a los órganos coercitivos de los estados (las fuerzas armadas y policías nativas), que funcionan como verdaderos garantes de la nueva forma de acumulación capitalista. La violencia estatal desempeña un papel central en el proceso de reconfiguración hegemónica neoliberal. Bajo las pantallas de las falsas guerras al terrorismo y al crimen organizado, la plutocracia global promueve la imposición de regímenes represivos concentracionarios, en un juego en apariencia disfuncional y contradictorio que se vincula con la proliferación de una criminalidad y unas mafias delincuenciales que resultan funcionales y articuladas a la globalización del mercado, ya que diseminan el terror y el miedo sociales, que conducen al abandono del espacio público y al encierro de la sociedad, lo que incentiva la parálisis colectiva y la desarticulación de las diversas formas de resistencia.
El amafiamiento de la política y la economía –legal e ilegal– son funcionales a las nuevas formas de acumulación porque corrompen al Estado, sus instituciones y la sociedad, permitiendo su penetración y convirtiendo a políticos y empresarios en cómplices y socios menores de los centros del poder hegemónico.
Como dice Pilar Calveiro, “las nuevas formas de la dominación pasan por el control corporativo –descentrado del Estado y concentrado en diferentes grupos de poder económico, jerárquicos y cerrados– de la totalidad de los recursos sociales”. Se trata de una red financiera-militar-tecnológica-comunicacional, en sus nodos centrales, con muchos focos o centros de poder diferenciados por sus funciones y por su potencia, pero siempre interconectados. Se rige por las reglas de un mercado mundializado en torno a una competencia pautada
en beneficio de los sectores más poderosos y concentrados del orbe. Una competencia
con cartas marcadas, ya que el juego está predeterminado en beneficio de quienes controlan la partida, que a su vez consideran al Estado como una mercancía más. Lo que en verdad limita el poder estatal es el poder corporativo
, afirma Calveiro.
A diferencia del viejo terrorismo de Estado de los años 70 en México y América Latina, en la actualidad se da la coexistencia del pregonado estado de derecho con un verdadero estado de excepción. Ello ha derivado en una multiplicación de figuras de excepción dentro del derecho ordinario, la creación de estándares paralelos y el uso de prácticas estatales abiertamente ilegales, con el resultado de que una buena parte de la población, considerada prescindible o desechable –migrantes, pobres, delincuentes– queda fuera de toda protección legal.
La superposición de estado de derecho y estado de excepción da lugar a una duplicidad jurídica. Mientras el estado de derecho se amplía para algunos, se restringe para otros –considerados el enemigo interno
–, a quienes se aplica un estado de excepción permanente (Benjamin, Agamben) y son alcanzados por el brazo represivo de un Estado que considera a sus vidas y sus bienes exterminables y expropiables. Como agrega Agamben, son nuda vida; vidas menores, sobre las que el Estado y formaciones paramilitares pueden disponer de manera salvaje sin recibir sanción alguna. En ese contexto, la falsa guerra al crimen de Calderón, al conectar los servicios represivos militar y policial, la política y los negocios, derivó en una alta rentabilidad económica para la red de control global. Enrique Peña Nieto deberá continuar la tarea.